Eran las 23:30h del día 31 de diciembre del año 2014. Quedaba apenas media hora para las campanadas que darían paso a un nuevo año. Ella entró torpemente por la puerta cargando las sillas que había ido a buscar al trastero. Dejó las llaves puestas en la cerradura, por lo que tuvo que detenerse, abrir la puerta y cogerlas, para así dejarlas en el cuenco en el que reposaban las llaves de sus padres y de su hermana pequeña. La mesa ya estaba de gala con doce pequeñas uvas puestas delante de cuatro servilletas rojas esperando a la media noche. Ella dejó las sillas frente cada servilleta, en su sitio correspondiente, y dio media vuelta hacia la cocina. Allí abrió el primer cajón y sacó un gran cuchillo cubierto por un envoltorio de cartón. Se dirigió lo más rápido que pudo a la habitación de su hermana; empezaría por la más pequeña. Le pidió que apagara el portátil con el que estaba manteniendo una conversación vía videollamada y la llevó al baño de sus padres. Le contó una excusa simple de la que ya no se acuerda para poder llevarla y cuando ésta se giró, le atestó un golpe con el mango del cuchillo y la cogió para que no cayera al suelo. Le echó el pelo para atrás y le limpió la zona de la carótida con alcohol que había en el pequeño armario del baño. La inclinó sobre la bañera y rajó. La sangre cayó rápida y espesa. Apoyó a la niña sobre una cuña que había preparado y la dejó allí llenando la bañera. Bien, era el turno de sus progenitores. Ya que era más arriesgado llevarse a uno y proseguir con los pasos anteriores, decidió cogerlos a ambos juntos. Eran las 23:45h, se le estaba acabando el tiempo. Tuvo que pensar rápido y desorganizadamente. Qué hago, qué hago, qué hago, no puedo detenerme ahora, pensaba mientras un sudor frío (y la sangre de su hermana) le cubría las manos. Decidió finalmente ir paso a paso, de uno en uno. No tenía la capacidad física de acabar con dos personas a la vez. Rápido, ya van a tocar las uvas pensó mientras agujereaba el abdomen de su padre, la segunda víctima más indefensa de la casa. Su voz había sido arrebatada años atrás, así que nadie podía escucharle, eso minimizaba el riesgo. Fíjate, cuánta sangre desperdiciada fue lo último que resonó en la cabeza del nuevo cadáver. Sustituyó el chorro oscuro que caía sobre la blanca porcelana de la bañera y ni siquiera se limpió cuando salió corriendo hacia su madre. Fue fácil, ya tenía la adrenalina emanando de todos los poros de su piel. Cuando clavó la herida mortal, faltaban cinco escasos minutos para año nuevo. Corrió hacia el baño y vio que la sangre sólo llegaba a cubrir dos dedos de la porcelana. No, no, no, no decía entre dientes mientras apretaba el cuello de su padre, como si fuese a salir más rápido. Desistió del plan completo y sentó a su familia a la mesa lo más rápido que pudo. Un último vistazo al móvil. Las 23:58h. Corrió hacia la bañera mientras se desnudaba, dejando la ropa tirada por el pasillo. Se quedó paralizada frente su reflejo en el espejo. Miró su ropa interior de seda blanca, se la ajustó, se secó el sudor con la toalla que reposa al lado de la pica y se peinó. Esperó a que sonaran las campanadas que transmitían en cualquier canal de la televisión y se sonrío. Metió uno de sus blancos pies, seguido por su larga pierna. Repitió la operación con el izquierdo. Se sentó en medio de la bañera y estiró las piernas. Repartió la sangre ayudándose de las manos por todo su cuerpo, como si de jabón se tratase. Repasó todos los huesos que tensaban su piel, erizándola. En la décimo segunda campanada, inclinó la cabeza hacia atrás a la vez que abría sus puros ojos azules clavándolos cadavéricamente en el techo y dijo, con una mueca perturbadora:
—¿Ropa interior roja? Hecho.
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¡Feliz año nuevo de parte de una servidora! Espero que este recorrido tanto por mi casa como por mi familia os haya gustado. Lógicamente, no todo lo que aquí está escrito es verdad. Aunque tampoco diré lo que es ficción.