Esa
mirada perturbadora le irritaba los nervios de una manera
estrepitosamente inusual. Apretaba las manos, de vez en cuando, hasta
que los nudillos estaban tan blancos como la nieve. No estaba
incómodo, pero el doctor detestaba contestar a las mismas preguntas
siempre, ¿es que a nadie se le ocurrían otras críticas,
contracríticas, recríticas y un largo etcétera de cualquier
palabra cuya raíz sea crítica?
—Efectivamente,
como ya le he mencionado anteriormente, este recinto no está
cerrado, no hay vallas, no hay verjas, no hay minas anti-persona
alrededor del perímetro... Esto no es una cárcel ni un campo de
concentración. Aquí gozan de perfecta libertad, comen buena comida,
beben un agua verdaderamente transparente y disponen de todos
los recreativos que necesiten. En fiestas, suelen venir Mickey Mouse
y el Pato Donald. En cuanto salen... Si viera sus caritas de emoción
y de esperanza...
—¿Y usted cómo llamaría a esto? —dijo
indicando con los brazos el espacio que les rodeaba.
—¿No es obvio? Hablamos de niños... ¡Un
parque! Esto es un parque. No, no tiene columpios ni tobogán, pero
hay césped. Es un buen sitio por el que pasear, de manera natural,
mientras vienen los clientes a ver sus próximos pedidos.
—¿Sus próximos pedidos? —interrumpió de
esa manera que al doctor tanto le molestaba.
—Sus pedidos. Los niños. ¿Usted es idiota?
¿Qué se cree que es esto? —dijo imitando el movimiento de brazos
de su interlocutor— Esto es un escaparate. Los clientes vienen a
ver a los niños y eligen el que más les gusta. No me pregunte qué
criterios siguen, pero es bastante obvio.
—¿Los adoptan?
—Claro, los “adoptan” —dijo el doctor
tosiendo para esconder la risa que comenzaba a brotar desde el fondo
de su garganta—, claro, claro. Si usted entiende por adoptar, que
los compran, pues sí, los adoptan del todo.
—A ver si lo he entendido... ¿Me está
diciendo que esto es un centro de adopción?
—Nunca he dicho eso, en mi vida. Esto es un
centro de salvación. ¿Ve esos niños sentados en el césped?
—señaló la ventana que estaba a su derecha— Son vida. Portan
vida y crean vida.
—Habla de ellos como si fuesen sus hijos. ¿Usted es padre, doctor?
—Padre biológico, de ninguno; padre
espiritual, de todos. Estos niños, señor, son unos desgraciados. Yo
los acojo en mi parque y les doy una finalidad en la vida. Los saco
de sus sucias casas y los salvo de sus violentos padres, moribundas
madres y mugrientos barrios para traerlos aquí y que se sientan
útiles. Les hago olvidar quiénes son para que puedan ser quién
quieran ser.
—¿A qué clase de finalidad se refiere?
—A sacar lo mejor de ellos —dijo el doctor
guiñando un ojo a su interlocutor.
—¿Académicamente hablando?
—¡No! ¿A mí qué me importa lo
inteligentes que puedan llegar a ser? Proviniendo de donde provienen
no pueden permitirse tener esas aspiraciones en la vida. Me refiero a
salvar vidas que valgan más que las suyas. Ellos están condenados
desde que nacieron. Su única salvación es... —calló mientras
dibujaba la cruz de Cristo en el aire.
—¿La muerte? No le entiendo... ¿A qué se
refiere, doctor? ¿Los vende para que los maten?
—No, idiota, ya los vendemos muertos.
—¿Y de qué forma salvan vidas si están
muertos? —dijo el interlocutor rascándose la cabeza y haciendo un
gesto exagerado con los hombros.
—El tesoro lo llevan en su interior: sus
órganos. ¿Cuántos niños con futuras trayectorias excepcionales
necesitan un trasplante urgente y no encuentran donante? Merecen
vivir. ¿Por qué no salvar a los niños que realmente son útiles
para la sociedad y no a una panda de futuros delincuentes,
drogadictos, proxenetas y de la peor calaña que pueda encontrar?
—Pero ¡eso es monstruoso!
—¡Vaya! Eso es lo que me dicen los clientes
cuando están en la puerta después de haber elegido a su pack de
organitos sanos y jóvenes. ¿Yo soy el monstruo? No, perdone, yo soy
su salvador, ¡estoy salvando a su puñetero hijo! ¿Es más monstruo
el que vende o el que compra? Yo regalo una mejor vida, tanto a los
niños que reciben el trasplante, como a los niños que acoge Dios en
su seno. ¿Usted considera que soy un monstruo por salvar vidas?
—¿Y cómo los...? —dijo sin poder terminar
la frase mirando hacia el suelo deseando hundirse en él.
—De la manera menos indolora, por supuesto.
¿Ha oído hablar de la muerte dulce? —esperó a que su
interlocutor asintiera para continuar— En todas sus habitaciones
hay unos dispositivos conectados a un depósito de gas. Cuando cierro
una venta, sólo tengo que mandar al niño a la cama, pulsar un botón
e ir a por el pedido. No quiero que sufran, suficiente lo han hecho
ya. Pero yo les ayudo a pasar a una mejor vida extirpándolos de este
mundo que ha sido cruel con ellos. ¿A usted eso le parece que lo
haría un monstruo? Dígamelo.
—No lo sé...
—¡Dígamelo! ¿Acaso soy un monstruo por
promover la vida? —dijo el doctor con una incredulidad exagerada y
una voz amenazadoramente alta.
—No promueve la vida... ¡Mata a esos niños,
por el amor de Dios! —dijo el interlocutor al borde del llanto.
—¿Eso me convierte en un monstruo? ¿A
cuántos ha matado ya Dios? ¿Y a él lo consideran un monstruo?
—dijo lenta y calmadamente.
—¿Se está comparando con Dios?
—Sí, y yo soy mejor —dijo sonriendo de una
manera que al interlocutor le hizo guardar silencio y, como si el
doctor le hubiera leído el pensamiento, continuó—, porque existo.
—¿Con quién habla, doctor?
El doctor se giró bruscamente, a la vez que su
reflejo, para mirar a la fuente de aquella vocecita tan poco
desarrollada aún. Ahí estaba Tommy, un niño de unos 7 años. O
quizás 8. Tenía unos ojos caramelo tan grandes que podían servir
de espejo a todos los niños del parque y un cabello tan revoltoso
que había roto más de un peine. El doctor lo encontró durmiendo
detrás de unos contenedores. Al parecer no era la primera vez que
había tenido que hacerlo, su madre venía regularmente con señores
a casa que se ponían demasiado cariñosos con él. Esa historia le
rompió el corazón al doctor y decidió acogerlo en su parque. Un
buen baño y una semana comiendo caliente lo habían convertido en
una suculenta venta que a nadie se le había pasado inadvertida. Pero
un niño así merece un precio a su altura, por eso el doctor no
había cerrado aún ningún negocio, no quería desperdiciar una
oportunidad como aquélla. Le habían hecho ofertas muy atractivas,
pero no sabía si... ¿Y si alguien estaba dispuesto a dar más? Es
decir... El dinero no era lo primordial, claro que no, lo que
importaba era las vidas que salvaría con su negocio. Tendría que
consultar qué caso era el más urgente y ver si podía exprimir al
comprador unos miles más... Pero ya lo haría mañana.
—Con nadie, Tommy, estaba pensando en voz
alta —dijo el doctor sonriendo y dándole la espalda al espejo.
—¿Y en qué pensaba? —dijo Tommy arrugándose
el bajo de la camisa que le había regalado una señora que había
visitado el parque hoy.
—En que es hora de irse a dormir. Vamos,
cariño.