Nada más abrir los ojos, notó cómo la cabeza le daba vueltas. ¿Dónde estaba? ¿Qué hora era? ¿Qué día? ¿Quién...? Intentó tocarse el bulto de su frente que parecía el epicentro del dolor, pero las manos no podían, estaban atadas a su espalda. Las piernas, a las patas de la silla de madera que estaba frente a su conjuntada mesa. Notó que su torso estaba prácticamente enganchado a todo el respaldo, cosa que limitada mucho su movimiento. Por suerte, o por desgracia, la cabeza no estaba sujeta a nada, con lo cual podía moverla hacia los lados. La saliva empapaba la tela que amordazaba su boca a la vez que los pulmones trabajaban. Cuando hubo recuperado la calma, observó el plato blanco resplandeciente que había frente a ella. Pero no cubiertos. Sólo un plato que brillaba tanto que le obligaba a entrecerrar los ojos. De pronto, la falta de algún cubierto se hizo preocupante. Intentó mirar más allá de la mesa, pero no vio nada. Cuando agachó la vista para escapar de la luz blanca de la porcelana, se percató de la gran servilleta colgada a su cuello. ¿Qué he comido?, se dijo. Pero instantáneamente pensó que eso no era lo importante, sino qué iba a comer. Mientras intentaba hacer memoria, empezó a escuchar unos tacones muy familiares que bajaban una escalera interminable. Notó cómo su corazón bombardeaba salvajemente e intentó recuperar la serenidad, pero su cuerpo latía al ritmo de los tacones. El ruido se acercaba, cada vez más hasta que se detuvo en seco. Y no hubo más ruido. Nada. Ni siquiera escuchó el golpe que alguien le asestó en la cabeza, hasta que volvió en sí. El dolor se mezclaba con un ruido infernal dentro de su sien. Pero todo parecía en calma. Parpadeó tanto que llegó a marearse unos minutos, en los que vio sus manos atadas en los reposabrazos. ¿Cuándo...? pensó, pero su cabeza ya respondía a esa pregunta haciéndole sentir ese malestar. Su mirada se paró bruscamente cuando observó que había dos sillas más a sus lados, de forma que ella presidía la mesa. Fijó la vista hasta que los rostros inconscientes de sus dos amigas se hicieron menos borrosos. Las llamó, con un grito ronco de su garganta, pero no respondieron. En cambio, de detrás suyo surgió una voz femenina.
—¿Qué pasa? ¿No quieren hablar contigo?
No lograba ver la fuente de esa burla, pero notó un perfume conocido pasando por al lado suyo. Era Ella. Estaba en pijama corto, con una coleta baja y descalza. Se le veía tan cómoda que aterraba su simple presencia. Vio restos de maquillaje alrededor de sus ojos, lo cual hacía que el azul fuese más penetrante. En cuanto vio a Ella, supo qué hacía ahí. Vio cómo se sentaba justo enfrente con las piernas cruzadas y dejaba un bol con cereales, pero sin leche, en la mesa.
—Sé que tienes hambre, pero tu comida aún no está lista. Pero no te preocupes: comer, comerás —dijo mientras picoteaba de su impoluto bol.
Lo único que salió de su boca fueron sonidos inteligibles debido a la gran tela que la amordazaba, pero Ella no tardó en desatársela y dejarla a un lado del plato.
—Verás, quiero que sepas y que te quede claro que esto es completamente personal. Podría darte un discurso sobre el porqué, pero lo intuirás cuando hayamos acabado. Bueno, cuando acabes tú de comer. ¿Recuerdas lo que me gritaste aquel día desde el telefonillo?
—No, yo...
—Bien, pues hoy te tragarás dos cosas...
Dejó la frase en el aire, se levantó y le dio la espalda mientras buscaba algo en la nevera. Se agachó, cogió una especie de fuente blanca y enorme y se acercó. Ella se sentó en la esquina de la mesa, a la izquierda de su rehén.
—En primer lugar, quiero que te tragues tus palabras. Por eso me pedirás perdón. Y, en segundo lugar, te tragarás lo que traigo aquí. Pero primero la disculpa. Venga.
—Perdóname, no sabía lo que hacía, fue un pronto, estaba agitada y... —cerró la boca en cuanto Ella se llevó el dedo a los labios en señal de silencio.
Acto seguido, sonrió y dejó la fuente sobre la mesa. Dio unos saltitos hasta llegar otra vez a la encimera y de un cajón, con un movimiento rápido y ágil, sacó una cuchara igual de brillante que todo lo que le rodeaba. Volvió a su lado y cogió el cucharón que estaba dentro de la fuente para servirle una ración de su contenido. Ella dejó caer en el blanco plato una especie de gelatina roja mezclada con unas bolas rosadas y arrugadas, que le hicieron pensar en pasas gigantes. No tenía una pinta especialmente buena, pero le recordó a fruta bañada en su jugo. Se preguntó qué era, pero no se atrevió a hablar, sólo fue capaz de abrir la boca cuando Ella le acercó la cuchara llena. Estaba agrio y blando, como comer carne cruda. Pero siguió tragando. Cuando terminó el primer plato, Ella le sirvió más, pero la rehén se negó con la cabeza.
—¿No quieres más?
—N-no.
—Perfecto, porque no consiste en que quieras. ¿Recuerdas qué dijiste?
—N-no muy bien.
—¿Te dice algo la palabra "ovarios"? —ante el cambio que experimentó su cara al oírla, Ella intuyó que sí y siguió— ¿Están buenos? Les puedo poner sal, pero eso no mejorará su aspecto.
Sus ojos saltaron de Ella al plato, cada vez más rápido, un escalofrío le recorrió todo el cuerpo y las arcadas ya amenazaban desde la boca del estómago. Cuando fijó su mirada en la blanca sonrisa de Ella, su vómito se detuvo y le dejó el sabor de la sangre en el paladar. Notó cómo estuvo a punto de desmayarse, pero volvió a estar alerta cuando Ella se levantó y se acercó a la nevera. Abrió la puerta de par en par, dejando a la vista una treintena, aproximadamente, de fuentes transparentes llenas a rebosar de esa gelatina. Se acercó a los armarios del mueble de la cocina, se giró y luciendo una gran sonrisa dejó entrever otros tantos litros de sangre con alguna que otra rosada bola. Cuando notó que el vómito volvía a subir por su garganta, vio a Ella, toda vestida de blanco, delante de la blanca cocina, con una luz casi celestial; vio cómo abría los brazos hacia ella y esperó que unas alas angélicales le salieran de la espalda. En lugar de alas, lo único que salió de Ella fueron palabras.
—Me gritaste que si tenía ovarios. Y tanto que los tengo. Y muchos.