Nunca he sido alguien que se ensucie las manos, siempre hay personas dispuestas a hacerlo por mí. Pero hay veces en las que una debe encargarse de sus propios problemas. Así que allí estaba yo, con mi traje blanco de chaqueta y pantalón salpicado de sangre. Sólo yo podría haber tenido tan mala suerte. Bueno, yo y el propietario de la sangre, claro. Sé que es un principio horrible para una historia, pero dejad que me explique. No soy una chica a quien le interesen las historias de amor y siempre hay una primera vez. Pues bien, me enamoré locamente de un chico. Admito que no supe gestionarlo de una manera más "convencional", se puede decir que me pasé de pasional. Nos conocimos como se conocen los protagonistas de una película romántica: bajo la lluvia. Ese día se me olvidó coger el paraguas, así que el chaparrón me cogió por completo. No estaba en mi mejor momento, suelo estar un poco irritable cuando tengo unos deseos irrefrenables de cargarme a toda la gente que sí lleva paraguas cuando yo no lo llevo. Y él llevaba. Pero me hizo sentir cosas distintas. No sabría explicarlo. Siguió andando y cuando pasó por delante de mí, decidí que tenía que llamar su atención de alguna forma. Se estaba alejando y, presa del pánico, le arrojé una piedra. Bastante grande, la verdad. Le di entre los omóplatos y él se arqueó hacia atrás. Su cara al girarse era una mezcla de dolor, sorpresa y furia. Qué guapo estaba. Me acerqué con una sonrisa de apuro totalmente fingida y sus labios forzaron una sonrisa, aunque creo que en su cabeza me había asesinado tres o cuatro veces. Y creo que por eso me gustó tanto.
—Oh, perdona, ha sido un accidente. Le he dado una patada a esa piedra y no te había visto. Lo siento. —Fui diciendo mientras me acercaba.
—No-no pasa nada. Por suerte, sólo me ha dado en la espalda. —Dijo con la sonrisa forzada.
—¿Puedo invitarte a tomar algo? —Me arriesgué.
Él se quedó mirándome con cara de sorpresa. Creo que no se esperaba esa pregunta, imaginad si le hubiese confesado que me había robado el corazón como estuve a punto de hacer.
—Verás... Ahora mismo no puedo... Tengo algo de prisa... —Creo que no encontraba las palabras precisas.
—Bueno, no pasa nada. Podemos quedar otro día. —Le dije aleteando las pestañas.
—Claro. —Dijo forzando otra sonrisa, creo.
—¡Genial! —Grité.— ¿Cuándo? ¿Mañana? ¿Quieres que cenemos juntos? ¿A las 20h?
Es posible que fueran demasiadas preguntas juntas y sospecho que quería negarse. Suerte que fue tan caballero como para importarle más mis sentimientos que los suyos.
—Genial.
—Bien, pues mañana a las 20h nos vemos justo aquí. ¡Hasta mañana! —Agité la mano mientras se alejaba.
¿Fui demasiado autoritaria? Es posible, pero ¡qué más da! Fuimos a un bar del que nunca había oído hablar, bastante mono. Me daba un poco de corte pedirle que viniera a mi piso, nunca nadie lo había visto y me parecía un gran paso. Así que decidí poner cuatro pastillas de Diazepan en su bebida, pensé que no le importaría ya que el fin era algo bonito, ¿no? Cargué con él hasta mi coche y luego hasta mi piso. Al subir en el ascensor coincidimos con la vecina que vive justo al lado. No es mala mujer, es mayor y está sola. Nunca he visto a nadie en su casa. Es triste, pero esto ahora no nos importa. Su preocupación pareció sincera cuando me preguntó si mi compañero se encontraba bien. Supongo que escupir espuma por la boca no apoyaba mi afirmación. En fin, conseguimos llegar al piso sin que la señora profundizara más en el tema. Cerré la puerta con el pie tras de mí y me dirigí casi arrastrando a mi invitado al sillón de la sala principal. Debo confesar que no sabía cuándo iba a despertarse, así que me senté a su lado y lo miré dormir. Antes de continuar, os describiré un poco la sala. No es muy grande: tiene dos sillones blancos idénticos situados cara a cara, una gran alfombra color rojo vino y algunos cuadros, las ventanas son grandes y las cortinas son blancas. Al ser de noche, todo el cuarto estaba bastante oscuro, así que encendí algunas velas. Estuve esperando un par de horas, pero no parecía querer levantarse. Qué remolón, pensé. Fui a mi habitación con la intención de cambiarme de ropa y ponerme más cómoda, pero a medio camino se me ocurrió que podría hacer lo mismo con él. Así que le quité los zapatos, la corbata y la camisa. Pensé que así se sentiría mejor cuando se despertara. Voy a ahorraros los detalles de lo que hice mientras él seguía recostado en mi sillón, porque eso no es importante ahora mismo. Bien, al cabo de una hora más empezó a moverse. Se le veía cansado. Primero movió las piernas, luego los brazos y al final abrió los ojos. Me dejó algo desconcertada, porque puso los ojos como platos y empezó a mirar a su alrededor hiperventilando. No es la reacción que yo esperaba. Es decir, me había tomado muchas molestias para que él se sintiera como en casa y sólo me miró un segundo antes de ponerse a gritar. Ni siquiera entendí qué decía.
—¿Dónde...? ¿Qué...? ¿Quién...? No-no me puedo mover... Mi cabeza...
—Dime, cielo. ¿Te duele? Tranquilo, estoy aquí. —Dije acariciándole el pelo y abrazándole la cara.
Giró la cabeza, abrió la boca y soltó un grito de pánico terrible. Me giré instintivamente, pensando que habría algo detrás de mí, pero no había nada. Gritaba por mí. No entendí nada.
—¿Qué-qué te pasa, cariño?
Recorrió con la vista mis paredes. Le seguí con la mirada: cuatro cuadros con sombras que simulaban estrangular a personas reales; huellas de sangre falsa sobre la pared blanca; clavos aleatoriamente dispuestos, y muñecos colgados de pequeñas sogas o clavados con cuchillitos. Luego me miró a mí otra vez. Creo que estaba algo sorprendido, no sabría decirlo. Con grandes esfuerzos, intentó ponerse en pie. Yo puse los brazos a su alrededor, sin tocarle, para evitar que si se caía, chocara con el suelo. Es un suelo de cristal y su peso lo rompería, así que mejor evitarlo. Consiguió mantenerse y puso los brazos rectos para que no pudiera estar cerca de él. Supuse que querría explorar un poco mi piso, así que lo dejé ir a su aire. Aunque no entendí por qué corría. Lo vi dirigirse hacia mi habitación y pensé si la tendría bien recogida. Entró y se puso a mirarlo todo con cara de pánico. No sé, tampoco era para tanto. Mi habitación está llena de maniquíes, me encantan, los considero mis amigos. No suelo vestirlos y me gusta utilizarlos para recrear algunas fantasías. Alguno tiene un hacha clavada en la cabeza, otro ha sido quemado, otro tiene la cara llena de grapas... Tengo muchos y todos en distintas posiciones. No supe si presentárselos o esperar a formalizar la relación. Decidí esperar. Cuando llegué a la puerta, me miró y salió corriendo de la habitación. Guiñé un ojo a Esteban, que tenía una misma tubería clavada en ambos pulmones, apagué la luz y cerré la puerta. Luego se dirigió a la cocina, pero no llegó a entrar. Se agarró del marco de la puerta y gritó muy fuerte para mi gusto. Lo siguieron tres golpes en la pared, ya está la vecina...
—Sssssh, baja el tono de voz, no son horas de gritar. —Le susurré, pero sólo conseguí que me mirara con una cara muy extraña.
Eché un vistazo a mi cocina por encima de su hombro, pero sólo vi lo habitual: otros tres amigos míos sentados a la mesa, cada uno con su plato. Uno estaba comiendo lombrices, otro heces y el otro, vómito. Estaban castigados por haberme hablado mal, no me gusta que me digan cosas feas. A lo mejor me pasé con el castigo, pero no tanto como para gritar. Ya os digo que no estaba entendiendo nada. Me empujó y corrió hacia la puerta, que está justo al lado de la cocina. Yo me quedé mirando un rato más la mesa y, aunque me pusieron pucheros, les ordené que siguieran comiendo, quería ver los platos vacíos. Entonces, escuché como mi compañero intentaba abrir la puerta de entrada.
—Eh, eh, ¿dónde vas? —Le pregunté completamente desconcertada.
—SOCORRO, SOCORRO... —Siguió gritando.
—Pero ¿qué te pasa? Cielo, habla conmigo... —Le empecé a decir poniéndole la mano en el hombro izquierdo.
—NO ME TOQUES, SOCORRO, AYUDA...
—Oye, deja de gritar, los vecinos te van a oír y no son horas. —Le dije seria, porque no me hacía ninguna gracia que vinieran a quejarse a mi puerta.
Él me miró algo aturdido. Me preocupó haber sido demasiado antipática al decirle que se callara, así que le regalé la mejor de mis sonrisas. Abrió más los ojos y entonces salieron de su boca las siguientes palabras:
—Estás loca.
En aquel momento lo supe. Él no estaba enamorado de mí, no me correspondía. Después de todo lo que había hecho por él. Le había abierto las puertas de mi casa y él se atrevía a llamarme loca. No puedo describiros lo mucho que me dolió aquello. No soy alguien que grite por lo general, pero mi voz salía tan fuerte que no la sentía como mía.
—¿QUÉ?
Mis piernas pensaron por mí y me llevaron al baño. Rebusqué en la sangre que tenía embozada en la bañera y saqué la barra de metal que necesitaba. Fui con paso firme a la puerta de entrada, donde él seguía torturando el pomo. Le asesté un golpe seco en la rodilla izquierda. Fue muy efectivo, porque en ese momento dobló la pierna y cayó al suelo. La verdad es que la barra pesa bastante, pero la sentía como una pluma entre mis dedos. Me miró desde abajo, abriendo las palmas de las manos en símbolo de disculpa. Pero a mí las disculpas ya no me sirven de nada. Me ha llamado loca, ¿se cree que voy a olvidar eso tan fácilmente? Oh, no. Merece un castigo. Levanté ambos brazos y ni siquiera sé dónde le di. Seguí haciéndolo un rato más. Hasta me inventé una melodía a base de golpes. Al cabo de un rato, paré y lo miré.
Y aquí me hallo: con mi traje lleno de sangre. Debería quitármelo y meterlo en la lavadora. O tirarlo. A él le vendría bien un baño, para lavarle toda la sangre que ha derramado. Claro que primero tengo que desembozar la bañera. La verdad es que no tengo muchas ganas de hacerlo ahora. Creo que voy a desnudarme y a meterme en la cama y mañana ya limpiaré este estropicio. Bueno, antes voy a ir a beber algo, me he quedado seca.
PUM, PUM, PUM
¿La puerta? ¿Quién será a estas horas? Dejo el vaso de agua en la encimera y me dirijo a la puerta. Paso por encima de mi compañero y la abro. Al otro lado está la vecina, la señora mayor.
—¿Qué quiere, señora? —Le digo dulcemente, aunque no me apetece ser amable ahora mismo.
Baja la vista a mi traje y después a mis pies. Gira un poco la cabeza y lo ve a él ahí tumbado. Me mira a mí, parpadeo y empieza a gritar. Le tapo la boca rápidamente. Ella forcejea un poco, se da la vuelta y sigue gritando.
—Señora, no grite, por favor. ¡Ssssssh! —Le digo volviendo a taparle la boca desde atrás.
Como veo que esto no da resultado y que está gritando en medio del rellano, la meto dentro de casa, con tan mala suerte que tropezamos con mi compañero y nos caemos las dos al suelo. Me levanto y me sacudo los pantalones, ni siquiera sé para qué, y veo que ella recula al ver con qué nos hemos tropezado. Se lleva las manos, que le tiemblan, a la cara y vuelve a gritar. Con un gesto fugaz cierro la puerta y me llevo el dedo a la boca indicándole que guarde silencio. Pero entonces...
—¡Es-Estás loca!
—Ya empezamos. —Suspiro poniendo los ojos en blanco.
Parece ser que hoy voy a irme tarde a la cama.
—¿Dónde...? ¿Qué...? ¿Quién...? No-no me puedo mover... Mi cabeza...
—Dime, cielo. ¿Te duele? Tranquilo, estoy aquí. —Dije acariciándole el pelo y abrazándole la cara.
Giró la cabeza, abrió la boca y soltó un grito de pánico terrible. Me giré instintivamente, pensando que habría algo detrás de mí, pero no había nada. Gritaba por mí. No entendí nada.
—¿Qué-qué te pasa, cariño?
Recorrió con la vista mis paredes. Le seguí con la mirada: cuatro cuadros con sombras que simulaban estrangular a personas reales; huellas de sangre falsa sobre la pared blanca; clavos aleatoriamente dispuestos, y muñecos colgados de pequeñas sogas o clavados con cuchillitos. Luego me miró a mí otra vez. Creo que estaba algo sorprendido, no sabría decirlo. Con grandes esfuerzos, intentó ponerse en pie. Yo puse los brazos a su alrededor, sin tocarle, para evitar que si se caía, chocara con el suelo. Es un suelo de cristal y su peso lo rompería, así que mejor evitarlo. Consiguió mantenerse y puso los brazos rectos para que no pudiera estar cerca de él. Supuse que querría explorar un poco mi piso, así que lo dejé ir a su aire. Aunque no entendí por qué corría. Lo vi dirigirse hacia mi habitación y pensé si la tendría bien recogida. Entró y se puso a mirarlo todo con cara de pánico. No sé, tampoco era para tanto. Mi habitación está llena de maniquíes, me encantan, los considero mis amigos. No suelo vestirlos y me gusta utilizarlos para recrear algunas fantasías. Alguno tiene un hacha clavada en la cabeza, otro ha sido quemado, otro tiene la cara llena de grapas... Tengo muchos y todos en distintas posiciones. No supe si presentárselos o esperar a formalizar la relación. Decidí esperar. Cuando llegué a la puerta, me miró y salió corriendo de la habitación. Guiñé un ojo a Esteban, que tenía una misma tubería clavada en ambos pulmones, apagué la luz y cerré la puerta. Luego se dirigió a la cocina, pero no llegó a entrar. Se agarró del marco de la puerta y gritó muy fuerte para mi gusto. Lo siguieron tres golpes en la pared, ya está la vecina...
—Sssssh, baja el tono de voz, no son horas de gritar. —Le susurré, pero sólo conseguí que me mirara con una cara muy extraña.
Eché un vistazo a mi cocina por encima de su hombro, pero sólo vi lo habitual: otros tres amigos míos sentados a la mesa, cada uno con su plato. Uno estaba comiendo lombrices, otro heces y el otro, vómito. Estaban castigados por haberme hablado mal, no me gusta que me digan cosas feas. A lo mejor me pasé con el castigo, pero no tanto como para gritar. Ya os digo que no estaba entendiendo nada. Me empujó y corrió hacia la puerta, que está justo al lado de la cocina. Yo me quedé mirando un rato más la mesa y, aunque me pusieron pucheros, les ordené que siguieran comiendo, quería ver los platos vacíos. Entonces, escuché como mi compañero intentaba abrir la puerta de entrada.
—Eh, eh, ¿dónde vas? —Le pregunté completamente desconcertada.
—SOCORRO, SOCORRO... —Siguió gritando.
—Pero ¿qué te pasa? Cielo, habla conmigo... —Le empecé a decir poniéndole la mano en el hombro izquierdo.
—NO ME TOQUES, SOCORRO, AYUDA...
—Oye, deja de gritar, los vecinos te van a oír y no son horas. —Le dije seria, porque no me hacía ninguna gracia que vinieran a quejarse a mi puerta.
Él me miró algo aturdido. Me preocupó haber sido demasiado antipática al decirle que se callara, así que le regalé la mejor de mis sonrisas. Abrió más los ojos y entonces salieron de su boca las siguientes palabras:
—Estás loca.
En aquel momento lo supe. Él no estaba enamorado de mí, no me correspondía. Después de todo lo que había hecho por él. Le había abierto las puertas de mi casa y él se atrevía a llamarme loca. No puedo describiros lo mucho que me dolió aquello. No soy alguien que grite por lo general, pero mi voz salía tan fuerte que no la sentía como mía.
—¿QUÉ?
Mis piernas pensaron por mí y me llevaron al baño. Rebusqué en la sangre que tenía embozada en la bañera y saqué la barra de metal que necesitaba. Fui con paso firme a la puerta de entrada, donde él seguía torturando el pomo. Le asesté un golpe seco en la rodilla izquierda. Fue muy efectivo, porque en ese momento dobló la pierna y cayó al suelo. La verdad es que la barra pesa bastante, pero la sentía como una pluma entre mis dedos. Me miró desde abajo, abriendo las palmas de las manos en símbolo de disculpa. Pero a mí las disculpas ya no me sirven de nada. Me ha llamado loca, ¿se cree que voy a olvidar eso tan fácilmente? Oh, no. Merece un castigo. Levanté ambos brazos y ni siquiera sé dónde le di. Seguí haciéndolo un rato más. Hasta me inventé una melodía a base de golpes. Al cabo de un rato, paré y lo miré.
Y aquí me hallo: con mi traje lleno de sangre. Debería quitármelo y meterlo en la lavadora. O tirarlo. A él le vendría bien un baño, para lavarle toda la sangre que ha derramado. Claro que primero tengo que desembozar la bañera. La verdad es que no tengo muchas ganas de hacerlo ahora. Creo que voy a desnudarme y a meterme en la cama y mañana ya limpiaré este estropicio. Bueno, antes voy a ir a beber algo, me he quedado seca.
PUM, PUM, PUM
¿La puerta? ¿Quién será a estas horas? Dejo el vaso de agua en la encimera y me dirijo a la puerta. Paso por encima de mi compañero y la abro. Al otro lado está la vecina, la señora mayor.
—¿Qué quiere, señora? —Le digo dulcemente, aunque no me apetece ser amable ahora mismo.
Baja la vista a mi traje y después a mis pies. Gira un poco la cabeza y lo ve a él ahí tumbado. Me mira a mí, parpadeo y empieza a gritar. Le tapo la boca rápidamente. Ella forcejea un poco, se da la vuelta y sigue gritando.
—Señora, no grite, por favor. ¡Ssssssh! —Le digo volviendo a taparle la boca desde atrás.
Como veo que esto no da resultado y que está gritando en medio del rellano, la meto dentro de casa, con tan mala suerte que tropezamos con mi compañero y nos caemos las dos al suelo. Me levanto y me sacudo los pantalones, ni siquiera sé para qué, y veo que ella recula al ver con qué nos hemos tropezado. Se lleva las manos, que le tiemblan, a la cara y vuelve a gritar. Con un gesto fugaz cierro la puerta y me llevo el dedo a la boca indicándole que guarde silencio. Pero entonces...
—¡Es-Estás loca!
—Ya empezamos. —Suspiro poniendo los ojos en blanco.
Parece ser que hoy voy a irme tarde a la cama.