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domingo, 8 de julio de 2018

El suicidio de Joséline


Sólo fue un momento, un punto de inflexión, imperceptible. El suicidio de Joséline no fue llamativo ni fue el tema de conversación de nadie. Fue tan discreto que cualquiera podría creer que no sucedió. Excepto Joséline, quien sintió todos sus huesos romperse, todos sus músculos disolverse y toda su alma escapar. Nunca hubiese imaginado que ese sería el día en que muriese.
Cuando abrió los ojos esa mañana, todo parecía en calma: las flores olían bien, el sol entraba por la ventana, las enfermeras despertaban a los pacientes y estos, lo hacían. Un día completamente rutinario en el hospital. Lo primero que debía hacer era ducharse, salió al pasillo a coger las toallas y volvió a su habitación. Entró en el baño y cerró la puerta, sin pestillo, como todas las que había allí. Se desvistió mirándose al espejo sin pensar en absolutamente nada, despertando aún de los somníferos. El agua empezó a caer y se dejó acoger. Fue una ducha rápida, mecánica. Cogió un pijama limpio del armario, se vistió y dejó que su pelo se secara al natural. Cuando volvió a salir al pasillo, se encontró con los demás, sin interés por saber nada de ellos. Metió las manos en los bolsillos y tocó su reproductor de música, el cual había olvidado que se encontraba allí, aunque ella misma lo dejó el día anterior. Era extraño que le permitiesen guardar los auriculares, la política del hospital era estricta con cualquier material con el que poder ahorcarse. Sin embargo, con estos parecían hacer una excepción, pensó.
Abrieron el comedor a la misma hora que siempre y Joséline se sentó en la misma silla, en la misma mesa, al lado de la misma ventana, rodeada de la misma gente. Los médicos sabían bien cómo tratarla, en cuanto la medicación de la noche anterior ya dejaba de hacer efecto, le daban las pastillas de la mañana. No había tiempo para poder tener la mente despejada, y era lo mejor. El tiempo pasaba más rápido y más sencillo. En algún lugar de su cuerpo aún se encontraba Joséline, pero se sentía tan pequeña y maltratada, que sólo quedaba la cáscara. Dentro, el vacío y la oscuridad lo invadían todo, ahogándola.
Sin apenas darse cuenta, ya había comido y podía volver a la cama, así que, arrastrando los pies, fue directa a la habitación. Estaba sola y se tumbó sobre la almohada, sin apartar las mantas. Sólo se dedicó a mirar el techo y a respirar. La medicación que le habían dado con la comida hacía su efecto y, con los auriculares aún puestos, sus ojos se iban cerrando. Su cerebro aún no estaba preparado para callarse y no pudo dormir. Ni siquiera pensaba en algo concreto, sólo veía una maraña de palabras e imágenes ir y venir, lenta y borrosamente. Quería pensar en ella, en cómo había llegado allí, en por qué pasaba esto, en dónde quería estar. Pero no podía, se sentía caer en algún lugar de su interior, hacia aquel vacío y aquella oscuridad. Se vio a sí misma como a una astronauta a punto de ser engullida por un gran agujero negro, como a una mota de polvo en el universo. Y sintió frío, se arropó y encogió, acercando sus rodillas a su pecho. Apretó los ojos y vio claramente cómo la Joséline que ella conocía y creía ser, se iba, cómo dejaba de estar.
No era la primera vez que esto pasaba, por lo que no creía que hubiera algo de lo que preocuparse. Pero algo sí fue distinto. Se convirtió en una mera espectadora de su interior. Vio a su versión más pequeña mirar hacia arriba mientras caía, estirando los brazos hacia ella, gritando y suplicándole. La vio descender a la oscuridad, ignoró su socorro y la dejó entrar en aquel gran agujero negro que se había asentado en su pecho. Joséline vio morir a Joséline y no hizo nada. Fue tan rápido como pulsar un interruptor.
Las enfermeras picaron a la puerta, avisando que debía volver al comedor y se levantó sin hacer ruido. Se miró en el espejo del lavabo y no vio nada distinto. Los demás tampoco. Se sentó en una butaca, al lado de la ventana. Dobló las piernas, subió los pies y recostó la cabeza, mirando el cielo. Y así pasó las horas hasta ver anochecer.

lunes, 28 de mayo de 2018

La mitad de Cécile


El día en que Cécile cayó a la carretera no tuvo nada de especial. Ella y su pareja estaban en el maletero del coche familiar y volvían de un viaje bastante largo. Julie, la dueña de los zapatitos, se los había querido quitar. Así que, Cécile y su pareja, habían sido desterrados al maletero.
El coche era tan viejo que, en uno de los muchos huecos del camino, el maletero se abrió y, Cécile, sin sujeción alguna, cayó violentamente. Con las embestidas de la caída, Cécile no pudo ver nada, pero oyó cómo el coche se alejaba tras ella. Y allí se quedó, tirada en mitad de la carretera, sola.
"¿Hay algo más triste que un zapato sin pareja?", pensó Cécile. No podía creerlo. Por primera vez desde que tenía memoria estaba sola. Nunca había estado desemparejada. Empezó a indagar en sus recuerdos, con la más autodestructiva de las estrategias, haciendo saña en lo desdichada que era.
Pensaba en todas las situaciones que no iba a revivir junto a su otra mitad. No volvería a pisar el césped, ni a patear una pelota, ni a saltar, ni a correr, ni a volar. Se quedaría toda la vida ahí tirada, en mitad de la nada.
Sus cordones se mecían con la brisa mientras Cécile yacía tumbada, revolcándose en su propio dolor. No podía concebir una vida sin pareja. Pensar en que no lo volvería a sentir a su lado le hacía temblar.
Llevaba horas viendo el mismo trozo de asfalto cuando intuyó, a lo lejos, unas ruedas. Se dirigían directamente hacia Cécile, quien podía verse en la trayectoria de la rueda izquierda. Y, de repente, se percató de algo.
En sus últimos instantes fue plenamente consciente de lo equivocada que había estado. Se había considerado la mitad de un par de zapatos, cuando la realidad es que dos no sirven para mucho más que uno. Una pareja en sí misma es tan inútil como un sólo zapato tirado en mitad de una carretera.
Cécile no necesitaba a su pareja, era plenamente útil sin ella. Lo que Cécile necesitaba, y siempre había necesitado, era a alguien que la vistiese. Cécile necesitaba a una Julie. Pero ya no había ninguna Julie, sólo una rueda negra que dejó a Cécile hecha trizas. Convirtiéndola, así, en un zapato cualquiera tirado en una carretera que ni siquiera aparecía en los mapas.

martes, 17 de abril de 2018

La tristeza de Trevor


Trevor era sólo un pececito flotando en mitad del océano. Nadar hacía tiempo que le aburría, así que dejó de hacerlo. ¿A eso iba a limitarse su vida, a nadar de aquí para allá sin propósito alguno?
Trevor era sólo un pececito deprimido que soñaba con volar, con sentir el aire en su cuerpo y poder escapar de las limitaciones del océano. Nuestro pobre amiguito había nacido en la mitad equivocada del paisaje. Estaba cansado del agua. El océano puede parecer inmenso, pero para Trevor no era más que una prisión comparado con la inmensidad del cielo.
Deseaba volar, ver el mundo desde arriba. Deseaba ver el mar y sentir el sol. El océano era muy oscuro para Trevor. Demasiado profundo y peligroso para un pececito como él: ordinario, miedoso y pequeño.
Se dedicaba a nadar de vez en cuando, si a eso lo podemos llamar nadar. Se dejaba arrastrar por la corriente, aunque pudiese perderse. Él ya se sentía perdido. Sin embargo, Trevor prefería flotar en su lugar, en su casa.
Imagínense a un pequeño pez, flotando en el océano, solo, a oscuras, mirando hacia arriba. Trevor pasaba días así, soñando. Deseaba tanto tener alas y poder salir del agua que a veces creía que las tenía de verdad y subía a la superficie. La asfixia que de pronto sentía le devolvía a la realidad. ¿Pueden imaginarse a un pececito llorando? Trevor lloraba sobre mojado, sin que nadie pudiese notarlo. Aunque tampoco hubiese nadie a quien le pudiese importar.
Como analogía de lo que Trevor sentía, cada vez flotaba a más profundidad, más cerca de la oscuridad. Pero como en toda historia, ya que esto no deja de ser una historia, un día el sueño de Trevor se cumplió. En una de sus ensoñaciones, nuestro amiguito nadó hacia la superficie. Antes de que pudiera llegar a la fina línea que separaba el océano del sueño de Trevor, sintió cómo le arrancaban del agua. Lo primero que vio fue un ala repleta de plumas y media cara de lo que parecía ser una gaviota. Trevor ignoró las dificultades para respirar y miró hacia abajo. ¡Estaba volando!
Y así fue. Durante unos segundos, nuestro pobre y triste pececito estuvo en el aire. Durante unos escasos segundos, en los que fue más feliz que en toda su vida, Trevor por fin voló.