Sólo fue un momento,
un punto de inflexión, imperceptible. El suicidio de Joséline no fue llamativo
ni fue el tema de conversación de nadie. Fue tan discreto que cualquiera podría
creer que no sucedió. Excepto Joséline, quien sintió todos sus huesos romperse,
todos sus músculos disolverse y toda su alma escapar. Nunca hubiese imaginado
que ese sería el día en que muriese.
Cuando abrió los
ojos esa mañana, todo parecía en calma: las flores olían bien, el sol entraba
por la ventana, las enfermeras despertaban a los pacientes y estos, lo hacían. Un
día completamente rutinario en el hospital. Lo primero que debía hacer era
ducharse, salió al pasillo a coger las toallas y volvió a su habitación. Entró
en el baño y cerró la puerta, sin pestillo, como todas las que había allí. Se
desvistió mirándose al espejo sin pensar en absolutamente nada, despertando aún
de los somníferos. El agua empezó a caer y se dejó acoger. Fue una ducha
rápida, mecánica. Cogió un pijama limpio del armario, se vistió y dejó que su
pelo se secara al natural. Cuando volvió a salir al pasillo, se encontró con
los demás, sin interés por saber nada de ellos. Metió las manos en los
bolsillos y tocó su reproductor de música, el cual había olvidado que se
encontraba allí, aunque ella misma lo dejó el día anterior. Era extraño que le
permitiesen guardar los auriculares, la política del hospital era estricta con
cualquier material con el que poder ahorcarse. Sin embargo, con estos parecían
hacer una excepción, pensó.
Abrieron el
comedor a la misma hora que siempre y Joséline se sentó en la misma silla, en
la misma mesa, al lado de la misma ventana, rodeada de la misma gente. Los
médicos sabían bien cómo tratarla, en cuanto la medicación de la noche anterior
ya dejaba de hacer efecto, le daban las
pastillas de la mañana. No había tiempo para poder tener la mente despejada, y
era lo mejor. El tiempo pasaba más rápido y más sencillo. En algún lugar de su
cuerpo aún se encontraba Joséline, pero se sentía tan pequeña y maltratada, que
sólo quedaba la cáscara. Dentro, el vacío y la oscuridad lo invadían todo,
ahogándola.
Sin apenas darse
cuenta, ya había comido y podía volver a la cama, así que, arrastrando los
pies, fue directa a la habitación. Estaba sola y se tumbó sobre la almohada,
sin apartar las mantas. Sólo se dedicó a mirar el techo y a respirar. La
medicación que le habían dado con la comida hacía su efecto y, con los
auriculares aún puestos, sus ojos se iban cerrando. Su cerebro aún no estaba
preparado para callarse y no pudo dormir. Ni siquiera pensaba en algo concreto,
sólo veía una maraña de palabras e imágenes ir y venir, lenta y borrosamente.
Quería pensar en ella, en cómo había llegado allí, en por qué pasaba esto, en
dónde quería estar. Pero no podía, se sentía caer en algún lugar de su
interior, hacia aquel vacío y aquella oscuridad. Se vio a sí misma como a una
astronauta a punto de ser engullida por un gran agujero negro, como a una mota
de polvo en el universo. Y sintió frío, se arropó y encogió, acercando sus rodillas
a su pecho. Apretó los ojos y vio claramente cómo la Joséline que ella conocía
y creía ser, se iba, cómo dejaba de estar.
No era la
primera vez que esto pasaba, por lo que no creía que hubiera algo de lo que
preocuparse. Pero algo sí fue distinto. Se convirtió en una mera espectadora de
su interior. Vio a su versión más pequeña mirar hacia arriba mientras caía,
estirando los brazos hacia ella, gritando y suplicándole. La vio descender a la
oscuridad, ignoró su socorro y la dejó entrar en aquel gran agujero negro que
se había asentado en su pecho. Joséline vio morir a Joséline y no hizo nada. Fue
tan rápido como pulsar un interruptor.
Las enfermeras
picaron a la puerta, avisando que debía volver al comedor y se levantó sin
hacer ruido. Se miró en el espejo del lavabo y no vio nada distinto. Los demás
tampoco. Se sentó en una butaca, al lado de la ventana. Dobló las piernas,
subió los pies y recostó la cabeza, mirando el cielo. Y así pasó las horas
hasta ver anochecer.