Los
dos hombres entraron por la puerta casi al mismo tiempo, lo que
provocó una mirada acusatoria por parte del que vestía de punta en
blanco. El otro bajó la mirada a las cadenas que unían sus muñecas
y sus tobillos, rezando por no enfadar al Señor. Por suerte, o por
desgracia, éste se sentó en su taburete sin que saliera una sola
palabra de su boca. Y así estuvo durante interminables segundos, o
incluso minutos.
—¿No
hay forma de llegar a un acuerdo o a un pac...? —Empezó a decir el
reo.
—Túmbate.
—Pe-pero...
—¿Tengo
que repetírtelo? —Esta vez giró el taburete para quedar
justamente enfrente del otro.
No.
No tuvo que repetirlo. El hombre se sentó a duras penas en la
camilla, apoyó la espalda en el respaldo y con ayuda de las cadenas
subió las piernas, quedando estirado de cintura para abajo. Y ahí
se quedó lo que le pareció una eternidad. Mientras, el Señor
buscaba el nombre del reo en la base de datos del centro para poder
apuntarlo en su gran libreta, que ya iba por la página 251, dejando
constancia de su trabajo. Escuchó al reo murmurar algo y le pareció
que rezaba, pero tampoco le dio mucha importancia. No la merecía.
Siguió a lo suyo. Cerró la libreta y apoyó la pluma en el centro
de ésta. Abrió el primer cajón de su escritorio y la guardó.
Atrajo a si las probetas que estaban encima de la mesa: la
que contenía un líquido parecido al suero y la que contenía otro
ligeramente amarillento.
—¿Por
qué hace esto? —Dijo
el reo nada más ver cómo el Señor
miraba aquellos líquidos.
—Es
mi trabajo —contestó
con
una tono tan neutral como aterrador.
—Es
una monstruosidad, ¡esto no solucionará nada!
—Verás...
—Se
levantó apoyándose en sus rodillas, no sin un suspiro de
impaciencia, y se dispuso a relatar por enésima vez el mismo
discurso que venía recitando desde hace años—
Esto
no es cuestión de moral ni es nada personal, simplemente debo
hacerlo. No te dolerá ni te enterarás de nada, ya verás.
Simplemente es una cuestión de prevención de la delincuencia y de
reducir la reincidencia.
—¡Pero
no me da la elección de rectificar!
—Estoy
hablando, no vuelvas a interrumpirme —seguía
aquel tono tan neutral que no denotaba que aquel hombre fuese
humano—.
Como
te iba diciendo antes de tu insolente intervención, mi trabajo
consiste en crear una sociedad con una tasa de delincuencia lo menor
posible. ¿Por qué voy a perder el tiempo y el dinero en personas
que tienen una mínima posibilidad de reincidir? ¿Por qué no acabar
con el problema de raíz? Mi problema eres tú. Así que debo acabar
contigo, y con los que son como tú. Es sencillo, a vosotros, los
criminales, se os ha intentado conceder el beneficio de la duda, cosa
que veo muy ingenua e inocente por parte de mis colegas criminólogos,
y yo estoy intentando sanar el tremendo error que cometieron. Puedes
considerarme como algo parecido a un Dios: estoy creando la sociedad
que yo quiero. Y en ésta tú no estás.
No
esperó respuesta de su interlocutor y se giró a la mesa para coger
la placa de Petri que contenía el cloruro de potasio. Bien, ya tenía
los tres componentes principales para la inyección letal que iba a
suministrar en breve.
—¡Pero
eso no es justo! ¡No es justo! ¡No es justo...! —Lloriqueaba
como si fuese un niño pequeño al que no querían
comprar el juguete que deseaba.
—Basta
ya, tengo que explicarte cómo va a proceder. Este tubito de aquí
contien...
—¡No!
¡No es justo! ¡Ayuda! ¡Socorro! —Gritó
antes de la bofetada que el Señor
le propinó.
—¡Que
te calles! —La
primera vez que el reo veía un mínimo de humanidad, de debilidad,
en sus ojos—
¿Quién te crees que eres? ¿Crees que por mucho que grites y llores
alguien va a venir en tu ayuda? Te estoy concediendo demasiado
tiempo.
—Pero
¿no ves que esta no es la solución? Pe-pero ¿no ves que... —paró
para sorber por la nariz—
… no
ves que cometí un error? ¡Lo siento! ¿Lo siento, vale?
—Sentirlo
no basta, haberlo pensado antes de delinquir. Haberlo evitado antes
de cometer ese “error” del que hablas.
—¡Soy
humano! ¡Los humanos cometemos errores! ¿N-no ves que esta no es la
solución? —Sus
lágrimas llenaban su cara e intentaba patéticamente limpiarse con
las manos flexionando a su vez las rodillas—
¿Vas
a matar a todo el mundo por equivocarse? ¡Estás loco! ¿Me oyes?
¡¡¡Loco!!! ¡Esta no es la solución! ¡Esta no...!
Pero
el Señor
ya no le escuchaba. Matar
a todo el mundo
pensó. Su bombilla se encendió, claro,
una prevención total, ¿qué causa la delincuencia? Las personas.
Sin personas, no hay delincuencia
meditaba con los ojos tan abiertos que parecía que se le iban a
salir de sus órbitas. El reo seguía clamando piedad e insultándole
a partes iguales. Pero la mente del Señor
ya no estaba ahí.
—Esto
es tiopental sódico, que te hará perder el conocimiento; esto es
bromuro de pancuronio, que te paralizará el diafragma dificultando
la respiración, y por último, el cloruro de potasio, que te parará
el corazón. ¿Entiendes? —Dijo
rápida
y
mecánicamente, sin hacer caso a lo que pasaba a su alrededor.
No
esperó ninguna respuesta por parte del otro y procedió a la
inyección de estas substancias. Ni
siquiera pensaba lo que estaba haciendo, lo había hecho tantas veces
antes que ya era algo automático, tenía la cabeza puesta en una
sola idea: masacre. Una vez había vaciado las jeringuillas, volvió
en sí y observó cómo el preso empezaba a convulsionar en la
camilla. Los ojos se le hincharon y se retorcía como un pez recién
salido del agua. Cogió su bata y empezó a zarandear al Señor, pero
no por mucho tiempo, le quedaban apenas unos segundos. En voz baja el
reo dijo:
—Estás
loc-c-c...
—Gracias
—sonrió
y le cerró los ojos.
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