La arena dificulta caminar y dobla los esfuerzos por avanzar. Pero no resulta del todo incómodo: está fresca y se desliza por los pies muy suavemente. La chica se aparta el pelo de la cara y lo intenta atrapar detrás de sus orejas, sin mucho éxito. Entrecierra los ojos cada vez que levanta la mirada de la arena. Sigue sin haber nadie, todo está en calma. Menos ella. Nota las lágrimas resecas a la altura de las mejillas y siente la piel tirante, como cicatrizada. Separando los labios coge aire, hasta que sus pulmones no aceptan más. Deja sus huellas en la arena dura de la orilla, un pie delante de otro, marcándolos bien. Se acomoda la sudadera y nota entrar el aire a través de ella, recorriéndole la piel desde el vientre hasta el cuello, donde la corriente encuentra una salida.
No ha caminado mucho, pero se siente cansada y débil, y se deja caer en la arena, con las piernas flexionadas. Esconde los pies debajo de su cuerpo y se apoya en sus talones, introduciendo los dedos en la arena y disfrutando por un momento de esa sensación. Sólo tiene ganas de echar a correr, pero su cuerpo no reacciona, le responde con apatía e indiferencia. Mientras, encerrada en su cabeza, grita, golpea y rompe. Escapar le parece tan atractivo. Si sus piernas respondiesen, si no sintiese que los brazos le pesan toneladas, si su pecho se calmara, si su cabeza dejara de estar gacha... Jamás había creído tanto a Platón, cuando consideraba el cuerpo como la prisión del alma. Eso es, ella está en su prisión personal. Atrapada en algún lugar ahí dentro.
Relaja su cuerpo y expulsa el aire por entre los labios, sintiéndolo. Se desinfla. Adopta una posición casi religiosa, agarrándose el pecho. Se balancea imperceptiblemente, intentando expulsar esos sentimientos tan oscuros que alberga. Y nota calor. Su lado izquierdo quema de una forma muy agradable, como un reguero de cera caliente cayendo desde su pecho, cuerpo abajo. Abre los ojos y sus manos están cubiertas de sangre. Una sangre muy cálida, muy resbaladiza y muy roja. Un agujero desde su corazón hasta el exterior, pasando por la sudadera, se abre cada vez más. No deja de emanar sangre. Ella la ve descender, admirándola. Se inclina apoyando las manos en la arena y lo deja salir todo. Su rostro se contrae, mostrando el dolor que le causa expulsar todo aquello.
Es una imagen preciosa. Una cascada roja cayendo de su corazón, directamente a la arena de la orilla, mezclándose con la espuma del mar. El agua barre todo rastro. Su boca se contrae, se abre y grita en dirección al horizonte, escupiéndolo todo por ese agujero. Las gotas de sudor hacen que el pelo se le pegue a la cara. Está agotada, casi sin aliento. Alguien a diez pasos podría oírla respirar y jadear. Pero no hay nadie a diez pasos. Y rompe a llorar, fuerte, sin contenerse. Vuelve a apoyarse en sus talones, echando la cabeza hacia atrás, intentando recomponerse, serenarse.
—Tranquila... —se le oye murmurar mientras sorbe por la nariz y pasa la manga por su cara, limpiándola.
Tras dos profundos bufidos, vuelve a agachar la vista. El agujero sigue abierto. Asiente levemente e introduce la mano derecha. Toca con los dedos esa parte que, aunque desangrada, le oprime el pecho. Aún está enganchada al resto del corazón, así que tira, pero este dolor es tan pequeño comparado con el que siente al llevar ese pedacito ahí... Saca la mano ensangrentada, cerrada en un puño. La voltea y la abre. Había esperado un cachito más pequeño, pero este es bastante grande. Lo observa y vuelve a cerrar el puño. Se lo acerca al pecho y deja caer unas lágrimas más. Después, con suma delicadeza, lo deja en el agua de la orilla, que inmediatamente lo acoge y lo arrastra hacia el interior. Lo ve alejarse y empieza a sentir cómo el agujero se encoge. Arquea la espalda y se muerde el labio inferior hasta que está cerrado completamente. Lanza un largo suspiro y relaja su cuerpo sobre sus talones.
—Las niñas grandes no lloran... -no, sólo sangran.