Sus mordazas estaban
húmedas por una mezcla de mucosidad y saliva que las otras dos
rehenes habían producido mientras veían cómo su compañera decía
sus últimas palabras antes de morir desangrada por la extirpación
genital que Ella
le había practicado horas atrás sin ningún tipo de miramiento
quirúrgico. Ya habían visto que ésto iba en serio y sus esperanzas
iban desvaneciéndose como sus pensamientos adormecidos. ¿Qué hora
sería? ¿Cuánto había pasado desde que su compañera les había
dejado? Las dos rehenes estaban atadas en sillas colocadas una en
frente de la otra, de manera que los brazos encajaban en los
reposabrazos y las piernas, en las patas delanteras. No había ni
rastro de Ella.
¿Cuándo había limpiado? ¿Dónde están los restos de sangre?
Habían sido el público de una horrible obra que no olvidarían
jamás, y este jamás cada vez se les adivinaba más cerca. Seguían
mirándose con los ojos como platos, rojos de cansancio y horror,
secos de haber llorado durante horas y ansiosos de ver a Ella,
o su próximo paso. Al cabo de unas horas, que bien podrían haber
sido días, hizo su entrada la directora del teatrillo. De blanco,
descalza y con el pelo ligeramente alborotado, entró desperazándose
a la cocina. Fue directa al armario de los cereales, sin siquiera
prestar atención a sus dos invitadas. Se tomó su tiempo para
prepararse un buen desayuno, consistente en un bol de cereales, pero
no leche; un zumo de naranja; dos o tres bollos, y algo de jamón
york, y con la bandeja en la mano se sentó presidiendo la mesa en la
silla que quedaba justo en frente de aquélla en la que había estado
la fallecida. Siguió sin hacerles caso, hasta que se hubo terminado
prácticamente todo su desayuno y jugueteando con el dedo dentro del
bol de cereales, levantó la vista y las pilló mirándola.
–¿Queréis algo?
–Preguntó con una sonrisa burlona a unas rehenes cuyo hambre
habían olvidado hacía horas.
No se dijo ni una
palabra más. Ella
se levantó y fregó la cubertería utilizada. Incluso se escucharon
salir de su boca algunas notas de una cancioncilla comercial que
había escuchado en quién sabe donde. Las rehenes no se atrevían a
perturbar aquella calma que reinaba en todo el lugar, por lo que sólo
hacían acto de presencia cuando Ella
se dirigía a alguna de las dos. Y ésto no tardó en ocurrir. Se
sentó en la silla en la que había desayunado y se quedó unos
largos segundos observando a la chiquilla de su izquierda. Ésta no
podía dejar de mirarla a los ojos, como si Ella
controlara todo su cuerpo. En un momento dado, la rehén volvió en
sí y la vio sentada sobre una pierna justo a su lado, lo cual la
hizo sobresaltarse.
–No tienes por qué
tenerme miedo... –Dijo Ella
mirándola fijamente a los ojos para observar su reacción y cuando
ésta se tranquilizó ligeramente, añadió-: Aún.
Su respiración se
aceleraba casi al ritmo de las carcajadas que Ella
soltaba con total naturalidad. Le puso la mano en la cabeza, de
manera que la rehén restó inmóvil, y le sonrió con una dulzura
totalmente fuera de lugar.
–Voy a quitarte la
venda de la boca, y como se te ocurra decir algo te volveré a poner
el bozal, perra –dijo sin inmutarse siquiera–. ¿Entendido?
No obtuvo respuesta.
–¿Entendido? –Dijo
más en tono de afirmación que de pregunta y colocando su cuerpo en
una posición similar a la de las fieras que acechan a sus presas.
La rehén asintió y
le dio la impresión de que Ella había destensado la mandíbula.
Ésta volvió a reposar la espalda en el respaldo de la silla y
sonrió a la vez que le descubría los labios y dejaba la tela a su
derecha.
–Bien. Tengo planes
para ti. No me mires así, verás que no son tanto como tú te crees
–dijo al momento de desaparecer escaleras arriba.
Cuando volvió,
llevaba un libro bastante grueso entre las manos y se acercaba a la
rehén con una sonrisa que le ocupaba casi toda la cara, a la vez que
movía el pelo formando ondas en su espalda.
–Verás, ésto es un
diccionario. ¿Sabes lo que es? Yo creo que no, y por eso te lo
traigo. Vas a leer todas las palabras que aquí aparecen, ni más ni
menos, todas, sin excepciones, todas y cada una de ellas. ¿Me
sigues?
–Sí –su voz quedó
cubierta por el sonido de la bofetada que Ella acababa de darle.
–¿Te he dicho que
hables?
Negó con la cabeza.
–Pues no hables. Da
gracias que te dejo respirar, porque si crees que puedes hacer algo
sin mi permiso, estás muy equivocada. Y si tú te equivocas, yo me
enfado. ¿Quieres que me enfade?
Negó con la cabeza
mucho más rápido.
–Buena chica. Voy a
buscarte un vaso de agua, porque no quiero que ese piquito de oro se
quede seco –se levantó y volvió al cabo de pocos segundos con un
vaso entre las manos–. Te lo dejo aquí. ¿Eres diestra?
La chiquilla asintió.
–Pues te voy a
desatar el brazo derecho. Únicamente podrás moverlo para pasar las
páginas y para coger el vaso de agua, ¿entendido?
Asintió.
–Bien, pues no te
hagas más de rogar, empieza.
La rehén empezó a
leer todas y cada una de las palabras que encontraba en las páginas
del diccionario, mientras Ella,
apoyada en la mesa, no dejaba de mirarla. Era algo perturbador, pero
la chiquilla intentaba concentrarse en leer y olvidarse de su mirada.
Los ojos empezaron a fallarle debido al cansancio que ahora se le
hacía más que evidente, y fue cuando iba por la página 13 cuando
sintió que se quedaba dormida. Hacía esfuerzos sobrehumanos para
mantenerse despierta, y aguantó hasta la página 17, cuando de
pronto el sueño volvió a amenazar. Decidió beber un poco de agua,
y mientras alargaba el brazo, notaba como sus músculos eran víctimas
de la inactividad. Con una mueca de malestar en la boca, la rehén
cogió el vaso bajo la atenta mirada de Ella,
y cuando se lo llevó a la boca intuyó un brillo extraño en sus
ojos. No aguantó más de dos tragos sin desgarrarse la garganta con
unos gritos descorazonadores, que trajeron de vuelta de un ligero
sueño a su compañera. Intentó articular alguna palabras, pero su
lengua ya estaba abrasada cuando dio su segundo trago. Ella
la observaba manteniendo la misma postura mientras la rehén, atada
prácticamente en su totalidad, se revolvía en la silla entre gritos
y llantos. Le recordó a un pez fuera del agua. Un pez que nadaba en
un ácido tan potente que en menos de un segundo le habría arrancado
todas las escamas. Tal y como había pasado con la piel de la
garganta de la rehén. Entre estos pensamientos, Ella escuchó el
golpe seco de un cuerpo inerte contra un suelo demasiado duro. Se
molestó por haberse perdido el espectáculo y miró el reloj,
¿cuánto
ha durado?,
pensó. Resopló, se puso en pie levantando los brazos en un gesto de
cansancio y se arrodilló al lado de la cara del cadáver.
–Perdona, ¿qué
dices? –Acercó en un acto teatral la oreja a la rehén.
Silencio.
–¿Cómo? –Dijo en
una voz más aguda y acercando más la oreja.
Silencio.
–Me parece que ahora
sí que se ha “chapado” la boca la guarra, ¿eh?