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sábado, 21 de diciembre de 2013

Rezando a Satán

Genial, el autobús llega con retraso otra vez. Me siento en uno de los asientos de la parada a esperar esos treinta minutos que tardará en llegar. Odio esperar con este frío... Cuando reparo en la fuente de la glorieta que hay justamente delante de la parada, me doy cuenta de que hay alguien. ¿Es eso posible? ¿Cómo ha llegado ahí? No lo veo bien, pero parece que esté rezando. Está sentado sobre sus piernas y las manos juntas delante de la barbilla. Veo cómo la gente de los coches, al entrar en la glorieta, lo miran extrañados e incluso atemorizados.

Decido acercarme a él. Dejo el bolso en el asiento, me abrocho bien la chaqueta y aprovecho que no pasan tantos coches para intentar esquivarlos y llegar a la fuente. Después de esquivar tres o cuatro coches, caigo de bruces en el césped que rodea la fuente. Cuando levanto la vista, sólo veo mármol. La fuente es enorme y realmente preciosa, ahora que me fijo desde tan cerca. Tiene un aspecto imperioso y antiguo, repleta de agua con una estatuilla que se alza en el centro. ¿Es un ángel? Veo al hombre en el otro lado de la circunferencia aguada.

A la vez que me acerco le hablo, pero ni se inmuta. ¿Estará sordo? Cuando estoy unos metros más cerca de él, lo escucho recitar palabras en una lengua que no conozco. Lo recita de forma reiterada, por las palabras que puedo llegar a coger. Estoy justamente detrás de él y lo llamo. Me ignora totalmente. Lo vuelvo a probar con el mismo resultado. Cansada de llamarle, le toco el hombro para que note mi presencia. Ni siquiera me ha dado tiempo de depositar toda la mano en su hombro cuando me ha derrumbado entre los arbustos cogiéndome del cuello.

Y lo veo. Veo sus ojos rojos como la sangre muy abiertos y me da la sensación de que se están abrasando. Su cara está desencajada por la fuerza que está haciendo su mano alrededor de mi cuello. Me enseña los dientes, tan apretados somo su mano, y veo como consigue destrozarlos poco a poco por la presión que está ejerciendo. No puedo respirar. Noto como toda la sangre me sube a la cara y me imagino tan roja como sus ojos. Mi vista es difusa y cuando me arrepiento más que nunca de haber cruzado la carretera, su mano me suelta. 

Me quedo tirada en el suelo tosiendo e intentando recuperar todo el aire que me sea necesario para salir corriendo de allí. Él sigue repitiendo su mantra mientras me da un respiro y me observa con pose animal. Levanto la vista para calibrar las posibilidades que tendría de moverme sin que me salte encima, como un depredador a su presa, y lo veo de espaldas. Es mi momento. Me levanto lo más rápido posible, pero sin saber cómo mi cabeza acaba estrellada contra el mármol y mi sangre lo pinta de rojo furia.

Me empuja y me deja tirada en el suelo sangrando y con la respiración costosa. Mi frente ha desaparecido de mi cara y la baña una gran mancha roja. Se acerca y gimo de terror. Me pasa dos dedos por la frente y se los introduce en la boca. Repite la operación, pero ahora se pinta la cara mientras grita palabras que no entiendo. Intento pedir socorro, pero mi voz se ha perdido en algún lugar de mi interior. Coge mi mano y veo que se introduce uno de mis dedos en la boca. Intento zafarme de sus manos, pero no puedo. 

Lo hace con todos los dedos de mi mano derecha. Vuelve al primero y muerde. Muerde tan fuerte que noto como se desprende mi dedo. La voz me ha vuelto en forma de grito espantoso que me desgarra la garganta y que se mezcla con el ruido de los coches que circulan por fuera. No puedo más. ¿Por qué me hace esto? ¿Y por qué nadie me oye? Mientras coge mi mano otra vez y sorbe de donde antes estaba mi dedo, noto como ya no me duele nada, ya no escucho nada, ya no veo nada. Mi cabeza ya ha explotado en mil pedazos que él se va tragando poco a poco.

jueves, 9 de mayo de 2013

Dr. 666

Son las nueve y media de la noche y nos han avisado de un posible caso de posesión demoníaca. Soy un reconocido médico, así que no me costó mucho asociarme con el obispo de Montepulciano para que me dejara asistir a algún exorcismo. Por norma, a un exorcismo deben ir: el sacerdote, quién lo lleva a cabo; otro sacerdote novato, y un médico para descartar la existencia de alguna enfermedad psíquica. El padre Andrea Amantini ha realizado cerca de 50.000 exorcismos a lo largo de su carrera, así que es la persona idónea a la cual engancharse si quiero sacar información sobre estos rituales. El nombre del sacerdote novato lo he olvidado, pero ni siquiera me importa.


Bien, estamos ante la puerta de la casa de Nicoletta Bova, la joven poseída. Es una noche lluviosa, muy lluviosa, y cuesta diferenciar si el agua cae o sube. Tengo los calcetines empapados. Tengo las extremidades al borde de la hipotermia y al entrar dentro de la casa sufro un cambio de temperatura brutal. ¿Cuántos grados hay aquí? Cuarenta como mínimo.

–Buenas noches, doctor… –me ofrece la mano la señora Bova, la madre de Nicoletta.
–Doctor Freud, Raoul Freud. Buenas noches, señora –le tiendo mi mano helada y la encajo en su mano ardiente.
La sesión comenzará con una revisión de la poseída, para descartar cualquier trastorno psíquico. Subimos mientras los crujidos de las escaleras nos acompañan hasta el piso de arriba. Primera puerta a la derecha y la vemos: Nicoletta atada de pies y manos a la cama, con una gran toalla sobre la frente y toda la familia alrededor.
–Si me disculpan, desearía estar a solas con la paciente. Es importante descartar cualquier problema psíquico.
Salen todos de la habitación en lo que dura una eternidad. Por fin a solas, aquí empieza el plan.
–Doctor, ha venido… –me dice Nicoletta con la cara empapa de sudor.
–Por supuesto. ¿Recuerdas lo que hablamos? Ahora está todo en tus manos, te toca actuar. Tienes que aguantar hasta el final, yo estaré aquí contigo. ¿De acuerdo?
–Sí… Te quiero, Raoul.
–Y yo, y yo. Recuerda: hasta el final. Hazlo por mí, necesito información de primera mano para mi libro. Te prometo que después seré todo tuyo. Pero ahora es tu turno –le beso el cabello, sucio y sudoroso, a la vez que disimulo una náusea.
Salgo al pasillo a informar a la familia de que, efectivamente, es una posesión demoníaca. ¡Hora de la acción! Me siento como un niño el día de Navidad. Entramos el padre Amantini, el sacerdote novato, la madre de Nicoletta y yo. Los tres últimos nos situamos a la derecha de la cama, sentados en unas cómodas sillas, dispuestos a acudir al más genial espectáculo de nuestras vidas. La madre de Nicoletta llora y se limpia la nariz con un pañuelo mientras yo intento disimular una sonrisa. Empieza el espectáculo.
El padre Amantini saca el sagrado libro del bolsillo de sus pantalones y lo abre por una página que ya tenía marcada. Lee el primer párrafo: una oración a Dios, a quien le pide que nos proteja a todos. Se arrodilla, poniéndose el rosario entre las manos y se dispone a confesarse. Esto lo hace para estar limpio y puro y que el demonio no pueda atacarle por sus pecados. Dice tres o cuatro tonterías o pecados, y nos echa cinco o seis gotas de agua bendita. Ya estamos purificados. Miro a Nicoletta, que me mira a su vez, y le guiño un ojo. Cuando el padre Amantini le echa agua bendita, estira de las correas y levanta el pecho hacia arriba, casi hasta doblarse la espalda. Se retuerce mientras el padre Amantini le hace la cruz con agua bendita en la frente. Grita, gruñe y acaba mordiendo la mano del sacerdote. Éste se retira unos pasos y abre apurado el libro. Cita a alguien y se vale de la autorización de Jesucristo para expulsar al ente demoníaco del interior de Nicoletta. Ésta sigue estirando de las correas durante unos minutos más, gritando, mientras el padre Amantini repite la misma oración cada vez más alto. Intento apuntarlo todo en mi libreta de notas, no quiero perderme nada.
Ha pasado casi una hora y las muñecas y los tobillos de Nicoletta están en carne viva. El padre no ha dejado de repetir la oración y nos ha pedido que recemos por ella. La madre ha tenido que salir cuando Nicoletta se ha dislocado un hombro. Tiene una figura totalmente desfigurada: la mandíbula casi desencajada, el hombro dislocado, los ojos fuera de sus órbitas, las extremidades llenas de sangre y seguramente los dedos rotos. El padre Amantini recita esta vez algo en latín y Nicoletta le contesta. Ha sido una suerte que estudiara latín, pero eso el padre Amantini no lo sabe.
La escena no ha mejorado y ha pasado casi otra hora. Nicoletta lo está haciendo muy bien. El padre Amantini ha vuelto a las oraciones, porque la joven ha empezado a morderse la lengua hasta casi atravesarla. Ya veo al sacerdote preparar el material en el tocador de Nicoletta. Ella también lo ve y me mira asustada. Yo le sonrío y empieza a gritar más fuerte. Hemos llegado a la última fase: extracción de ojos y purificación con agua. Esta fase no se realiza siempre, sólo cuando el sacerdote lo cree conveniente. Grita cosas aleatorias, no se entiende nada. Mejor así. El sacerdote novato se agarra a la silla incómodo y se mira los zapatos. La madre de Nicoletta todavía no ha vuelto y se perderá la mejor parte. El padre Amantini se acerca con ese extraño aparato a fuego vivo a las cuencas oculares de Nicoletta mientras ella se revuelve. Ha sido una buena idea decirle a su familia que la atara “para prevenir”. En menos de un minuto los ojos ya están sobre la bandeja con agua bendita y Nicoletta grita tanto que la voz le sale rota. Ahora toca la purificación: consiste en hacerle beber diez litros de agua. Nadie lo soporta y mueren a los seis aproximadamente.
Nicoletta suplica, pero el padre continúa dándole de beber. De repente veo como su cuerpo pierde fuerza y se hunde en el colchón… Dos minutos, sólo ha aguantado dos minutos. La última aguantó casi seis. Bien, ya he acabado aquí. Intercambio alguna palabra con el padre Amantini y me marcho de la casa. El exorcismo ha tenido un éxito retardado, el diablo se acaba de ir.

sábado, 20 de abril de 2013

Psico-brótica

Sue Fridgmund es una preciosa niña austriaca de diez años. Once el mes que viene. Sue siempre ha tenido mucha imaginación y mucho talento para la pintura. No es muy popular en su clase, pero tampoco es una marginada. A simple vista es una niña normal: estatura correspondiente a una niña de diez años –once el mes que viene–, media melena rizada y rubia, ojos claros… Normal.
Lo que más le gusta son sus rizos rubios que brillan cuando les da el sol. Son los mismos ricitos que brillan cuando el sol entra por la ventana de la habitación de sus padres, los mismos tirabuzones que botan mientras Sue estrangula a su madre con su cuerda de saltar. Papá aún no ha vuelto de trabajar y ya ha anochecido. No ha sido idea de Sue, ha sido Alexander. Es un niño de la edad de Sue. Son muy amigos, como hermanos.
Alexander anima a Sue a apretar más la cuerda en el cuello de su madre. Ésta patalea, pero Sue sigue estrangulándola. Ha bastado tan sólo un minuto –o tal vez menos– para que mamá se quedara sin aire. Aun así, Sue continua apretando mientras Alexander la mira sonriente. Sigue apretando hasta que un ligero “click” indica que la cuerda ha ganado el combate y la tráquea se ha partido. Sue afloja la cuerda y la deja alrededor del cuello de su madre, baja de la cama y, seguida por Alexander, sale de la habitación y se dirige a la cocina.

–Tengo hambre, ¿tienes algo de comer? –pregunta Alexander mientras se sienta en la silla de la cocina.

–Sí, mamá ha dejado tostadas y queso, ¿te gusta? –dice Sue abriendo la nevera.

Alexander asiente con la cabeza mientras dibuja algo con el dedo sobre la mesa. Sue pone una loncha de queso sobre cada tostada, coge dos platos y los pone en la mesa. Le indica a Alexander si le apetece agua y él vuelve a asentir.

–Vamos, come, si no mamá se va a enfadar cuando se despierte –advierte Sue mientras muerde su tostada.

–Es que ya no tengo hambre –se disculpa Alexander.

¡Tan típico de él! Sue prefiere no insistir y le explica cómo consiguió en el recreo superar el récord de salto de comba. ¡197 saltos! Los dos niños ríen y hablan de todo un poco. Cuando llega el señor Fridgmund, el papá de Sue, la oye reír y hablar y se dirige a la cocina. Al asomarse a la puerta, ve que hay dos platos encima de la mesa, pero Sue está sola.

–Cariño, ¿y ese plato? –pregunta mientras besa los dorados ricitos de su hija.

–De Alexander, dice que no tiene hambre –dice Sue señalando la silla vacía de delante.

Papá mira la silla vacía y vuelve a mirar a Sue. Se dirige velozmente al cubo de basura del fregadero, lo abre y ve la medicación de Sue llenando la bolsa.

–Sue, cariño, ¿dónde está mamá? –pregunta intentando esconder su nerviosismo.

Alexander sonríe a Sue, mientras ella señala el dormitorio. Papá corre, casi vuela, hacia allí dejando a Sue y a su brote psicótico cenando tostadas con queso en la cocina.

martes, 26 de marzo de 2013

¿Volverías por mí?

Querido,

Que te fueras ya no duele, sólo desangra. No entiendo por qué parece que me fui yo, si en realidad te fuiste tú. Me sobran habitaciones, me sobra cama, me sobra cocina, me sobra dolor. ¿Sabes cuántas cosas te llevaste en esa maleta? La puerta ya no se abre a nadie más, pero está entornada por si te da por volver. Los cuadros dejaron los colores para otra época y decidieron invernar. Las flores se marchitaron aunque fueran de plástico. Las cortinas se cerraron con llave. Las sillas están cojas. La almohada ya no sueña. Los zapatos ya no vuelan. Las paredes se derriten. La televisión se quedó sorda. Los papeles se volvieron negros. Y yo... Bueno, yo aún me estoy buscando.
Vivo con la soledad, y no sabía que era tan fría. No hay abrigos suficientes en los que cobijarme. El sol se quedó sin rayos. Y tú no estás, tú no estás. Te llevaste mi verano, mi primavera, mi otoño y mi invierno. Te llevaste la llave del calor. Ya no me importa por qué te fuiste, sólo me importa por qué no vuelves. Estás a tiempo de volver, ahora y siempre. No te lo voy a negar, estoy deseando que vuelvas. Te fuiste tan rápido... Te fuiste tan rápido que no me dijiste ni dónde guardaste mi corazón. Ah, espera. Si te da por volver, compra el pan de camino.

Te quiere, Virginia.

sábado, 16 de marzo de 2013

Embotamiento crónico

Hoy es el día. Hoy es el gran día.
Coge el botecito marrón, el único amigo que ha tenido estos días, y se sienta en la cama. Se ha puesto sus mejores galas, por si acaso. También ha ordenado su cuarto, así está mejor. Lo abre, se siente como una niña pequeña que va a comer las galletas prohibidas. 


A ver... Una... Una por la vida. Dos por las dietas de mi madre. Tres por las burlas de las chicas del colegio. Cuatro... Cuatro por estas piernas. Cinco por la talla 34 en la que nunca cabré. Seis por toda la lechuga que he comido. Siete por Andrés. Ocho... Ocho por la secretaria de Andrés. Nueve por la guarra de la secretaria de Andrés. Diez porque él la prefirió a ella. Once... 



Ya está bastante mareada... Los ojos se le cierran, pero se esfuerza en mantenerlos abiertos. Quiere sentirlo todo. Necesita abrir la boca para respirar; le falta oxígeno. Sólo un poco más.



Once por los "gorda" que me han soltado. Doce por... Doce porque sólo soy una foca. 



Las lágrimas acompañan a sus frenéticos dedos que entran y salen del botecito marrón, llevando el contenido a su boca.



—¿Trece? Trece por mi suerte. Ca... Catorce por el amor que... Que me han negado tantas veces. Quin... Quince por las chicas a las que no me parezco... 



La última, ya no hay más. Puede que la suerte le sonría por primera vez en la vida.



—Die... Di... Dieciséis... Por mí y...



Su cuerpo cae, sobre el almohadón puesto a propósito, a la vez que el botecito de Prozac.


lunes, 4 de marzo de 2013

Quiero amor o...

Querido destino, Reyes Magos, Dios, Superman o cualquier fuerza sobrenatural:


Tengo un problema... No sé si se me olvidó renovar el carné de habitante del Universo, o cuando pasasteis por mi calle yo estaba durmiendo, o si simplemente os doy igual. Pero, ¡quiero amor! No ese amor de "aquí te pillo, aquí te mato", ni ese amor de "vamos al baño", ni ese amor de estar por casa. No, no, ¡yo quiero amor! Con todas las letras y en mayúscula: A-M-O-R.

Quiero a alguien que pueda soportar mi humor negro, a alguien que no se enfade cuando se me olviden las cosas, a alguien que no le importe que me ponga sus zapatillas, a alguien con quien quejarme de mis amigas, a alguien de quien quejarme con mis amigas, a alguien con quien discutir por cosas tontas, a alguien con quien reírme al recordar lo tontos que hemos sido, a alguien que acabe harto de oírme hablar y cambie de tema repentinamente, a alguien que me pille el pelo mientras dormimos, a alguien que me regañe cuando me muerda las uñas, a alguien que no se vaya corriendo cuando me enfade, a alguien a quien jurarle amor eterno.


Eso es, quiero amor o, en su defecto, un exprimidor de naranjas. Sí, un exprimidor de naranjas estaría muy bien.