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jueves, 19 de noviembre de 2015

Imagine

Imagine que el fin no justifique los medios.
Imagine la paz, la calma y el arco iris.
Imagine la vida más larga que pueda imaginar.
Imagine las bombas aromáticas.
Imagine las armas de seducción masiva.
Imagine que liberté, egalité et fraternité.
Imagine que la sangre no es derramable.
Imagine el miedo, la guerra y la violencia, pero en la basura.
Imagine la religión, la tolerancia y la unión.
Imagine la vida.
Imagine la risa.
Imagine balas de serpentinas.
Imagine agua, comida y salud.
Imagine que la única batalla que libremos sea contra el despertador.
Imagine los sueños.
Imagine que usted, yo y ellos.
Imagine que nosotros.
Imagine que sólo nosotros.
Imagine all the people living for today.
Imagine all the people living life in peace.
Imagine all the people sharing all the world.

jueves, 14 de mayo de 2015

No me hables

Sus mordazas estaban húmedas por una mezcla de mucosidad y saliva que las otras dos rehenes habían producido mientras veían cómo su compañera decía sus últimas palabras antes de morir desangrada por la extirpación genital que Ella le había practicado horas atrás sin ningún tipo de miramiento quirúrgico. Ya habían visto que ésto iba en serio y sus esperanzas iban desvaneciéndose como sus pensamientos adormecidos. ¿Qué hora sería? ¿Cuánto había pasado desde que su compañera les había dejado? Las dos rehenes estaban atadas en sillas colocadas una en frente de la otra, de manera que los brazos encajaban en los reposabrazos y las piernas, en las patas delanteras. No había ni rastro de Ella. ¿Cuándo había limpiado? ¿Dónde están los restos de sangre? Habían sido el público de una horrible obra que no olvidarían jamás, y este jamás cada vez se les adivinaba más cerca. Seguían mirándose con los ojos como platos, rojos de cansancio y horror, secos de haber llorado durante horas y ansiosos de ver a Ella, o su próximo paso. Al cabo de unas horas, que bien podrían haber sido días, hizo su entrada la directora del teatrillo. De blanco, descalza y con el pelo ligeramente alborotado, entró desperazándose a la cocina. Fue directa al armario de los cereales, sin siquiera prestar atención a sus dos invitadas. Se tomó su tiempo para prepararse un buen desayuno, consistente en un bol de cereales, pero no leche; un zumo de naranja; dos o tres bollos, y algo de jamón york, y con la bandeja en la mano se sentó presidiendo la mesa en la silla que quedaba justo en frente de aquélla en la que había estado la fallecida. Siguió sin hacerles caso, hasta que se hubo terminado prácticamente todo su desayuno y jugueteando con el dedo dentro del bol de cereales, levantó la vista y las pilló mirándola.

–¿Queréis algo? –Preguntó con una sonrisa burlona a unas rehenes cuyo hambre habían olvidado hacía horas.

No se dijo ni una palabra más. Ella se levantó y fregó la cubertería utilizada. Incluso se escucharon salir de su boca algunas notas de una cancioncilla comercial que había escuchado en quién sabe donde. Las rehenes no se atrevían a perturbar aquella calma que reinaba en todo el lugar, por lo que sólo hacían acto de presencia cuando Ella se dirigía a alguna de las dos. Y ésto no tardó en ocurrir. Se sentó en la silla en la que había desayunado y se quedó unos largos segundos observando a la chiquilla de su izquierda. Ésta no podía dejar de mirarla a los ojos, como si Ella controlara todo su cuerpo. En un momento dado, la rehén volvió en sí y la vio sentada sobre una pierna justo a su lado, lo cual la hizo sobresaltarse.

–No tienes por qué tenerme miedo... –Dijo Ella mirándola fijamente a los ojos para observar su reacción y cuando ésta se tranquilizó ligeramente, añadió-: Aún.

Su respiración se aceleraba casi al ritmo de las carcajadas que Ella soltaba con total naturalidad. Le puso la mano en la cabeza, de manera que la rehén restó inmóvil, y le sonrió con una dulzura totalmente fuera de lugar.

–Voy a quitarte la venda de la boca, y como se te ocurra decir algo te volveré a poner el bozal, perra –dijo sin inmutarse siquiera–. ¿Entendido?

No obtuvo respuesta.

–¿Entendido? –Dijo más en tono de afirmación que de pregunta y colocando su cuerpo en una posición similar a la de las fieras que acechan a sus presas.

La rehén asintió y le dio la impresión de que Ella había destensado la mandíbula. Ésta volvió a reposar la espalda en el respaldo de la silla y sonrió a la vez que le descubría los labios y dejaba la tela a su derecha.

–Bien. Tengo planes para ti. No me mires así, verás que no son tanto como tú te crees –dijo al momento de desaparecer escaleras arriba.

Cuando volvió, llevaba un libro bastante grueso entre las manos y se acercaba a la rehén con una sonrisa que le ocupaba casi toda la cara, a la vez que movía el pelo formando ondas en su espalda.

–Verás, ésto es un diccionario. ¿Sabes lo que es? Yo creo que no, y por eso te lo traigo. Vas a leer todas las palabras que aquí aparecen, ni más ni menos, todas, sin excepciones, todas y cada una de ellas. ¿Me sigues?

–Sí –su voz quedó cubierta por el sonido de la bofetada que Ella acababa de darle.

–¿Te he dicho que hables?

Negó con la cabeza.

–Pues no hables. Da gracias que te dejo respirar, porque si crees que puedes hacer algo sin mi permiso, estás muy equivocada. Y si tú te equivocas, yo me enfado. ¿Quieres que me enfade?

Negó con la cabeza mucho más rápido.

–Buena chica. Voy a buscarte un vaso de agua, porque no quiero que ese piquito de oro se quede seco –se levantó y volvió al cabo de pocos segundos con un vaso entre las manos–. Te lo dejo aquí. ¿Eres diestra?

La chiquilla asintió.

–Pues te voy a desatar el brazo derecho. Únicamente podrás moverlo para pasar las páginas y para coger el vaso de agua, ¿entendido?

Asintió.

–Bien, pues no te hagas más de rogar, empieza.

La rehén empezó a leer todas y cada una de las palabras que encontraba en las páginas del diccionario, mientras Ella, apoyada en la mesa, no dejaba de mirarla. Era algo perturbador, pero la chiquilla intentaba concentrarse en leer y olvidarse de su mirada. Los ojos empezaron a fallarle debido al cansancio que ahora se le hacía más que evidente, y fue cuando iba por la página 13 cuando sintió que se quedaba dormida. Hacía esfuerzos sobrehumanos para mantenerse despierta, y aguantó hasta la página 17, cuando de pronto el sueño volvió a amenazar. Decidió beber un poco de agua, y mientras alargaba el brazo, notaba como sus músculos eran víctimas de la inactividad. Con una mueca de malestar en la boca, la rehén cogió el vaso bajo la atenta mirada de Ella, y cuando se lo llevó a la boca intuyó un brillo extraño en sus ojos. No aguantó más de dos tragos sin desgarrarse la garganta con unos gritos descorazonadores, que trajeron de vuelta de un ligero sueño a su compañera. Intentó articular alguna palabras, pero su lengua ya estaba abrasada cuando dio su segundo trago. Ella la observaba manteniendo la misma postura mientras la rehén, atada prácticamente en su totalidad, se revolvía en la silla entre gritos y llantos. Le recordó a un pez fuera del agua. Un pez que nadaba en un ácido tan potente que en menos de un segundo le habría arrancado todas las escamas. Tal y como había pasado con la piel de la garganta de la rehén. Entre estos pensamientos, Ella escuchó el golpe seco de un cuerpo inerte contra un suelo demasiado duro. Se molestó por haberse perdido el espectáculo y miró el reloj, ¿cuánto ha durado?, pensó. Resopló, se puso en pie levantando los brazos en un gesto de cansancio y se arrodilló al lado de la cara del cadáver.

–Perdona, ¿qué dices? –Acercó en un acto teatral la oreja a la rehén.

Silencio.

–¿Cómo? –Dijo en una voz más aguda y acercando más la oreja.

Silencio.

–Me parece que ahora sí que se ha “chapado” la boca la guarra, ¿eh?

viernes, 8 de mayo de 2015

Las niñas quieren muñecas

Bravo gritó la niña cuando el telón cayó sobre el gran escenario. Había sido una gran actuación. Tenía los ojitos brillantes por la emoción. Linda había hecho un gran trabajo, estaba orgullosa de su niñera. La pequeña acabó de aplaudir y se dirigió a la cama a la vez que la titiritera salía de su escondite detrás del telón.

¡Linda, Linda! ¿Luego podrás hacerlo otra vez? Por favor... —Remoloneó la niña mientras dejaba que la mujer la arropara.

Ya veremos... Tienes que dormir y yo tengo más cosas que hacer, pequeña —acarició la rubia cabellera de la niña y le guiñó un ojo con complicidad.

Las dos compartieron la misma siniestra sonrisa que venían dibujando desde días atrás y se dispusieron a hacer lo que tocaba: dormir por parte de la pequeña y recoger por parte de la titiritera. Ésta, ataviada con un viejo vestido que le daba un aire teatral de criada de los años 50, descorrió el gran telón rojo vino para entrar al escenario. Encendió una vieja bombilla que colgaba de lo alto del techo, lo cuál dio un aire fúnebre al rostro de las marionetas. Éstas estaban colgadas de unos hilos tan largos que se perdían de vista. Con paso firme y pesado, Linda hizo resonar sus tacones en el gran teatro que era la habitación contigua a la de la pequeña, y alcanzó la polea que bajaría a los también grandes títeres. Una vez en el suelo, éstos, sin poder mantenerse en pie, esperaban tirados en el suelo a que la directora de la obra los cogiera y los tumbara en condiciones. Linda comenzó cargando al más nuevo y más menudo de la colección: una preciosa adolescente de cabello naranja y ojos verdes, era como una explosión de naturaleza y juventud que a la titiritera le atrajo en cuanto la vio. Le desató las cuerdas anudadas en las extremidades y la cargó al hombro, como si fuese un saco, para llevarla al camerino de las marionetas. Una vez allí, la tumbó en el camastro, que personalmente había comprado para que sus actrices estuvieran lo más cómodas posibles, y le quitó la ropa que ya empezaba a oler a polvo. Buscó su brazo derecho y la conectó intravenosamente a la bolsa hospitalaria de suero. Hizo lo mismo con la vía ya abierta de su brazo izquierdo, pero esta vez la conectó a su dosis diaria de etorfina. La morfina había valido por un tiempo, pero no era suficiente para enmascarar el dolor que las pobres marionetas sentían, y Linda no era ningún monstruo sin corazón, no. Ella se preocupaba por el bienestar de sus muñecas, eran parte de su gran obra, no podía dejarlas sufrir como si fuesen animales.

Cariño, he notado que te falta flexibilidad a lo hora de bailar —le decía acariciándole el hombro derecho—. Pero Linda te arreglará. 

Los ojos de la pelirroja se movían de lado a lado mientras su respiración se hizo más fuerte y sonora. Los labios le temblaban mientras formaban una fija y bellísima sonrisa. Su cerebro intentó mover los brazos, pero los pobres huesos hechos añicos no se lo permitieron. También quiso levantar la voz, que saliera algún ruido de su garganta, pero fue en vano. Notaba cómo se adormecía, cómo su mente flotaba libre, cómo su cuerpo pesaba más y más y más... Cuando Linda apareció, la chica ya estaba profundamente dormida. Le sonrió, qué bella eres, murmuró mientras con los dos brazos levantaba la pesada maza y la dejaba caer sobre ese hombro que le impedía bailar como una auténtica marioneta. El sonido fue estridente, pero no pareció perturbar la calma de la casa. Comprobó que sus dientes seguían bien pegados y le limpió el maquillaje de la cara porque el sudor lo había estropeado. Tengo que ajustar los focos, pensó, no podía tolerar que sus preciosas marionetas sudaran como sucias pordioseras. La volvió a maquillar, le apretó las trenzas para que quedaran perfectas y la volvió a embutir en un vestido demasiado estrecho para ella. Dio unos pasos atrás, la miró y sonrió satisfecha. Probó el brazo de la pelirroja y advirtió que era posible girarlo 360º tal y cómo ella quería. Desencajó la camilla, le sacó las ruedas y se llevó a la bella durmiente al escenario. La tumbó con todo el cuidado que pudo en el suelo y le ató las ligaduras que la harían danzar como el viento. Era el turno de la mujer rubia, con los mismos ojos que la primera, que estaba doblada en una posición imposible para alguien con huesos. Pesaba un poco más, así que la llevaría subida a la camilla. Era su segunda marioneta, llevaría unos dos años actuando para ella, aunque Linda no se acordaba bien. La llevó donde minutos antes había estado la pelirroja y procedió a conectarla a las sustancias pertinentes. Sois igualitas murmuró mientras le desabrochaba los botones de la blusa. Le desmaquilló la cara y los brazos con la misma toallita que había utilizado antes. Al retirar el maquillaje, se advirtieron las dos grandes cicatrices en ambos brazos por las que habían salido tiempo atrás los húmeros de la mujer y los más modestos y recientes cortes que adornaban sus antebrazos. Limpió con alcohol estos últimos y los volvió a cubrir de maquillaje. Mientras esperaba el tiempo preciso para que la rubia se durmiera, Linda se dedicó a planchar la ropa de la actriz, que le puso con sumo cuidado antes de volver a atarla en su puesto.

Parece que eres el siguiente —dijo fríamente y con total certeza de que éste la oía perfectamente.

Cogió al hombre, con características semejantes a las primeras dos mujeres, del pelo y del brazo izquierdo y lo llevó arrastrando al camerino, mientras empujaba como podía la camilla para volver a dejarla en su lugar. No le importaba hacerle daño, es más, ojalá se lo hiciera. A él hacía tiempo que dejó de suministrarle sedantes. Al principio sí, por supuesto, ¿cómo si no una mujer menuda como ella iba a controlar a un hombre robusto como él? Una vez le rompió los huesos, ya no hubo necesidad de utilizar ningún químico para mantenerlo inmóvil. Acomodó la camilla en su engranaje y limpió la cara del hombre, que se volvió a llenar de lágrimas y mucosidad casi al instante.

¡Basta de llorar! Cabronazo sensiblero... —El guantazo resonó en el tétrico camerino.

N-n-n... G-g-h... —Fue lo único que sonó detrás de la sonrisa causada por el clavo que le atravesaba la mandíbula.

¿Qué dices? No sabes ni hablar —dijo sin poder ocultar la risa que esparció por todos los rincones de la casa—. Si quieres llorar, yo te daré motivos para hacerlo.

Atrapó la maza que estaba apoyada donde la había dejado antes y apuntó, sin pensárselo dos veces, al costado derecho del tronco. Crashhhh se oyó casi tan fuerte como el desgarro de dolor que salió de la garganta del hombre. El muslo izquierdo, las manos, los tobillos. Cansada y sudando, Linda dejó la maza en el suelo y se acomodó un mechón de pelo. Mientras recuperaba el aliento, doblada y con las manos en las lumbares, se fijó en el reloj colgado en la pared y ahogó un grito.

¡Qué tarde es!

Subió al hombre a la camilla y le acomodó la ropa para borrar cualquier rastro de arruga. Corrió por el pasillo arrastrando la camilla y sonrió al pensar que parecía una doctora tratando de estabilizar a su paciente. Apretó las ataduras del hombre hasta que este se quejó. Sentó a sus marionetas formando una familia perfecta y se deshizo del nudo que aguantaba el fondo en el que aparecía la gran casa en un día soleado de verano. Dio un último vistazo a la imagen tan conmovedora que tenía enfrente y se secó una lágrima que cayó inevitablemente por su mejilla. Se asomó al auditorio, donde localizó a la cuarta integrante de tan bella familia sentada en la primera fila, y una idea le cruzó la mente tan rápido que pasó del terror a la ilusión en menos de dos segundos.

Cielo, no podemos empezar, me falta una actriz... ¿Me ayudas a buscarla? —Dijo Linda con la voz más dulce que pudo fingir mientras brindaba una mano a la pequeña para que subiera al escenario con ella.

La niña, inocente y risueña, aceptó de buen grado. Qué pura y virginal pensó a la vez que la guiaba a oscuras al camerino de las marionetas. La pequeña la seguía obediente con los bracitos cruzados a su espalda, cosa que enterneció a la titiritera.

Siéntate en la camilla, cielo. Así. Voy a buscar por aquí —dijo señalando al lado opuesto de los ojos de la pequeña.

Sonrió, sin perder de vista a la pequeña, que jugaba columpiando sus piernecitas. Se agachó a coger la maza, manchada de sangre, dándole la espalda a la camilla. Apenas vio una sombrita moverse tras de sí y notó un largo escalofrío que bajó por su columna vertebral. La pequeña intentó clavar un poco más la hoja del cuchillo en el frágil cuerpo de Linda, que se giró sorprendida. Antes de que las piernas le fallasen y se asfixiara con su propia sangre vio, borrosamente, aquella sonrisa inocente que contrastaba con una mirada demasiado fría para pertenecer a una niña tan pequeña.


Parece que ya hemos encontrado a tu actriz, ¿no?

domingo, 5 de abril de 2015

No me retes

Nada más abrir los ojos, notó cómo la cabeza le daba vueltas. ¿Dónde estaba? ¿Qué hora era? ¿Qué día? ¿Quién...? Intentó tocarse el bulto de su frente que parecía el epicentro del dolor, pero las manos no podían, estaban atadas a su espalda. Las piernas, a las patas de la silla de madera que estaba frente a su conjuntada mesa. Notó que su torso estaba prácticamente enganchado a todo el respaldo, cosa que limitada mucho su movimiento. Por suerte, o por desgracia, la cabeza no estaba sujeta a nada, con lo cual podía moverla hacia los lados. La saliva empapaba la tela que amordazaba su boca a la vez que los pulmones trabajaban. Cuando hubo recuperado la calma, observó el plato blanco resplandeciente que había frente a ella. Pero no cubiertos. Sólo un plato que brillaba tanto que le obligaba a entrecerrar los ojos. De pronto, la falta de algún cubierto se hizo preocupante. Intentó mirar más allá de la mesa, pero no vio nada. Cuando agachó la vista para escapar de la luz blanca de la porcelana, se percató de la gran servilleta colgada a su cuello. ¿Qué he comido?, se dijo. Pero instantáneamente pensó que eso no era lo importante, sino qué iba a comer. Mientras intentaba hacer memoria, empezó a escuchar unos tacones muy familiares que bajaban una escalera interminable. Notó cómo su corazón bombardeaba salvajemente e intentó recuperar la serenidad, pero su cuerpo latía al ritmo de los tacones. El ruido se acercaba, cada vez más hasta que se detuvo en seco. Y no hubo más ruido. Nada. Ni siquiera escuchó el golpe que alguien le asestó en la cabeza, hasta que volvió en sí. El dolor se mezclaba con un ruido infernal dentro de su sien. Pero todo parecía en calma. Parpadeó tanto que llegó a marearse unos minutos, en los que vio sus manos atadas en los reposabrazos. ¿Cuándo...? pensó, pero su cabeza ya respondía a esa pregunta haciéndole sentir ese malestar. Su mirada se paró bruscamente cuando observó que había dos sillas más a sus lados, de forma que ella presidía la mesa. Fijó la vista hasta que los rostros inconscientes de sus dos amigas se hicieron menos borrosos. Las llamó, con un grito ronco de su garganta, pero no respondieron. En cambio, de detrás suyo surgió una voz femenina.


—¿Qué pasa? ¿No quieren hablar contigo?



No lograba ver la fuente de esa burla, pero notó un perfume conocido pasando por al lado suyo. Era Ella. Estaba en pijama corto, con una coleta baja y descalza. Se le veía tan cómoda que aterraba su simple presencia. Vio restos de maquillaje alrededor de sus ojos, lo cual hacía que el azul fuese más penetrante. En cuanto vio a Ella, supo qué hacía ahí. Vio cómo se sentaba justo enfrente con las piernas cruzadas y dejaba un bol con cereales, pero sin leche, en la mesa.



—Sé que tienes hambre, pero tu comida aún no está lista. Pero no te preocupes: comer, comerás —dijo mientras picoteaba de su impoluto bol.



Lo único que salió de su boca fueron sonidos inteligibles debido a la gran tela que la amordazaba, pero Ella no tardó en desatársela y dejarla a un lado del plato.



—Verás, quiero que sepas y que te quede claro que esto es completamente personal. Podría darte un discurso sobre el porqué, pero lo intuirás cuando hayamos acabado. Bueno, cuando acabes tú de comer. ¿Recuerdas lo que me gritaste aquel día desde el telefonillo?



—No, yo...



—Bien, pues hoy te tragarás dos cosas...



Dejó la frase en el aire, se levantó y le dio la espalda mientras buscaba algo en la nevera. Se agachó, cogió una especie de fuente blanca y enorme y se acercó. Ella se sentó en la esquina de la mesa, a la izquierda de su rehén.



—En primer lugar, quiero que te tragues tus palabras. Por eso me pedirás perdón. Y, en segundo lugar, te tragarás lo que traigo aquí. Pero primero la disculpa. Venga.



—Perdóname, no sabía lo que hacía, fue un pronto, estaba agitada y... —cerró la boca en cuanto Ella se llevó el dedo a los labios en señal de silencio.



Acto seguido, sonrió y dejó la fuente sobre la mesa. Dio unos saltitos hasta llegar otra vez a la encimera y de un cajón, con un movimiento rápido y ágil, sacó una cuchara igual de brillante que todo lo que le rodeaba. Volvió a su lado y cogió el cucharón que estaba dentro de la fuente para servirle una ración de su contenido. Ella dejó caer en el blanco plato una especie de gelatina roja mezclada con unas bolas rosadas y arrugadas, que le hicieron pensar en pasas gigantes. No tenía una pinta especialmente buena, pero le recordó a fruta bañada en su jugo. Se preguntó qué era, pero no se atrevió a hablar, sólo fue capaz de abrir la boca cuando Ella le acercó la cuchara llena. Estaba agrio y blando, como comer carne cruda. Pero siguió tragando. Cuando terminó el primer plato, Ella le sirvió más, pero la rehén se negó con la cabeza.



—¿No quieres más?



—N-no.



—Perfecto, porque no consiste en que quieras. ¿Recuerdas qué dijiste?



—N-no muy bien.



—¿Te dice algo la palabra "ovarios"? —ante el cambio que experimentó su cara al oírla, Ella intuyó que sí y siguió— ¿Están buenos? Les puedo poner sal, pero eso no mejorará su aspecto.



Sus ojos saltaron de Ella al plato, cada vez más rápido, un escalofrío le recorrió todo el cuerpo y las arcadas ya amenazaban desde la boca del estómago. Cuando fijó su mirada en la blanca sonrisa de Ella, su vómito se detuvo y le dejó el sabor de la sangre en el paladar. Notó cómo estuvo a punto de desmayarse, pero volvió a estar alerta cuando Ella se levantó y se acercó a la nevera. Abrió la puerta de par en par, dejando a la vista una treintena, aproximadamente, de fuentes transparentes llenas a rebosar de esa gelatina. Se acercó a los armarios del mueble de la cocina, se giró y luciendo una gran sonrisa dejó entrever otros tantos litros de sangre con alguna que otra rosada bola. Cuando notó que el vómito volvía a subir por su garganta, vio a Ella, toda vestida de blanco, delante de la blanca cocina, con una luz casi celestial; vio cómo abría los brazos hacia ella y esperó que unas alas angélicales le salieran de la espalda. En lugar de alas, lo único que salió de Ella fueron palabras.



—Me gritaste que si tenía ovarios. Y tanto que los tengo. Y muchos.

martes, 6 de enero de 2015

Prevención mortal

Los dos hombres entraron por la puerta casi al mismo tiempo, lo que provocó una mirada acusatoria por parte del que vestía de punta en blanco. El otro bajó la mirada a las cadenas que unían sus muñecas y sus tobillos, rezando por no enfadar al Señor. Por suerte, o por desgracia, éste se sentó en su taburete sin que saliera una sola palabra de su boca. Y así estuvo durante interminables segundos, o incluso minutos.

—¿No hay forma de llegar a un acuerdo o a un pac...? —Empezó a decir el reo.

—Túmbate.

—Pe-pero...

—¿Tengo que repetírtelo? —Esta vez giró el taburete para quedar justamente enfrente del otro.

No. No tuvo que repetirlo. El hombre se sentó a duras penas en la camilla, apoyó la espalda en el respaldo y con ayuda de las cadenas subió las piernas, quedando estirado de cintura para abajo. Y ahí se quedó lo que le pareció una eternidad. Mientras, el Señor buscaba el nombre del reo en la base de datos del centro para poder apuntarlo en su gran libreta, que ya iba por la página 251, dejando constancia de su trabajo. Escuchó al reo murmurar algo y le pareció que rezaba, pero tampoco le dio mucha importancia. No la merecía. Siguió a lo suyo. Cerró la libreta y apoyó la pluma en el centro de ésta. Abrió el primer cajón de su escritorio y la guardó. Atrajo a si las probetas que estaban encima de la mesa: la que contenía un líquido parecido al suero y la que contenía otro ligeramente amarillento.

¿Por qué hace esto? Dijo el reo nada más ver cómo el Señor miraba aquellos líquidos.

Es mi trabajo contestó con una tono tan neutral como aterrador.

Es una monstruosidad, ¡esto no solucionará nada!

Verás... Se levantó apoyándose en sus rodillas, no sin un suspiro de impaciencia, y se dispuso a relatar por enésima vez el mismo discurso que venía recitando desde hace añosEsto no es cuestión de moral ni es nada personal, simplemente debo hacerlo. No te dolerá ni te enterarás de nada, ya verás. Simplemente es una cuestión de prevención de la delincuencia y de reducir la reincidencia.

¡Pero no me da la elección de rectificar!

Estoy hablando, no vuelvas a interrumpirme seguía aquel tono tan neutral que no denotaba que aquel hombre fuese humano—. Como te iba diciendo antes de tu insolente intervención, mi trabajo consiste en crear una sociedad con una tasa de delincuencia lo menor posible. ¿Por qué voy a perder el tiempo y el dinero en personas que tienen una mínima posibilidad de reincidir? ¿Por qué no acabar con el problema de raíz? Mi problema eres tú. Así que debo acabar contigo, y con los que son como tú. Es sencillo, a vosotros, los criminales, se os ha intentado conceder el beneficio de la duda, cosa que veo muy ingenua e inocente por parte de mis colegas criminólogos, y yo estoy intentando sanar el tremendo error que cometieron. Puedes considerarme como algo parecido a un Dios: estoy creando la sociedad que yo quiero. Y en ésta tú no estás.

No esperó respuesta de su interlocutor y se giró a la mesa para coger la placa de Petri que contenía el cloruro de potasio. Bien, ya tenía los tres componentes principales para la inyección letal que iba a suministrar en breve.

¡Pero eso no es justo! ¡No es justo! ¡No es justo...! Lloriqueaba como si fuese un niño pequeño al que no querían comprar el juguete que deseaba.

Basta ya, tengo que explicarte cómo va a proceder. Este tubito de aquí contien...

¡No! ¡No es justo! ¡Ayuda! ¡Socorro! Gritó antes de la bofetada que el Señor le propinó.

¡Que te calles! La primera vez que el reo veía un mínimo de humanidad, de debilidad, en sus ojos ¿Quién te crees que eres? ¿Crees que por mucho que grites y llores alguien va a venir en tu ayuda? Te estoy concediendo demasiado tiempo.

Pero ¿no ves que esta no es la solución? Pe-pero ¿no ves que... paró para sorber por la nariz— … no ves que cometí un error? ¡Lo siento! ¿Lo siento, vale?

Sentirlo no basta, haberlo pensado antes de delinquir. Haberlo evitado antes de cometer ese “error” del que hablas.

¡Soy humano! ¡Los humanos cometemos errores! ¿N-no ves que esta no es la solución? Sus lágrimas llenaban su cara e intentaba patéticamente limpiarse con las manos flexionando a su vez las rodillas¿Vas a matar a todo el mundo por equivocarse? ¡Estás loco! ¿Me oyes? ¡¡¡Loco!!! ¡Esta no es la solución! ¡Esta no...!

Pero el Señor ya no le escuchaba. Matar a todo el mundo pensó. Su bombilla se encendió, claro, una prevención total, ¿qué causa la delincuencia? Las personas. Sin personas, no hay delincuencia meditaba con los ojos tan abiertos que parecía que se le iban a salir de sus órbitas. El reo seguía clamando piedad e insultándole a partes iguales. Pero la mente del Señor ya no estaba ahí.

Esto es tiopental sódico, que te hará perder el conocimiento; esto es bromuro de pancuronio, que te paralizará el diafragma dificultando la respiración, y por último, el cloruro de potasio, que te parará el corazón. ¿Entiendes? Dijo rápida y mecánicamente, sin hacer caso a lo que pasaba a su alrededor.

No esperó ninguna respuesta por parte del otro y procedió a la inyección de estas substancias. Ni siquiera pensaba lo que estaba haciendo, lo había hecho tantas veces antes que ya era algo automático, tenía la cabeza puesta en una sola idea: masacre. Una vez había vaciado las jeringuillas, volvió en sí y observó cómo el preso empezaba a convulsionar en la camilla. Los ojos se le hincharon y se retorcía como un pez recién salido del agua. Cogió su bata y empezó a zarandear al Señor, pero no por mucho tiempo, le quedaban apenas unos segundos. En voz baja el reo dijo:

Estás loc-c-c...

Gracias sonrió y le cerró los ojos.