Imagine que el fin no justifique los medios.
Imagine la paz, la calma y el arco iris.
Imagine la vida más larga que pueda imaginar.
Imagine las bombas aromáticas.
Imagine las armas de seducción masiva.
Imagine que liberté, egalité et fraternité.
Imagine que la sangre no es derramable.
Imagine el miedo, la guerra y la violencia, pero en la basura.
Imagine la religión, la tolerancia y la unión.
Imagine la vida.
Imagine la risa.
Imagine balas de serpentinas.
Imagine agua, comida y salud.
Imagine que la única batalla que libremos sea contra el despertador.
Imagine los sueños.
Imagine que usted, yo y ellos.
Imagine que nosotros.
Imagine que sólo nosotros.
Imagine all the people living for today.
Imagine all the people living life in peace.
Imagine all the people sharing all the world.
jueves, 19 de noviembre de 2015
jueves, 14 de mayo de 2015
No me hables
Sus mordazas estaban
húmedas por una mezcla de mucosidad y saliva que las otras dos
rehenes habían producido mientras veían cómo su compañera decía
sus últimas palabras antes de morir desangrada por la extirpación
genital que Ella
le había practicado horas atrás sin ningún tipo de miramiento
quirúrgico. Ya habían visto que ésto iba en serio y sus esperanzas
iban desvaneciéndose como sus pensamientos adormecidos. ¿Qué hora
sería? ¿Cuánto había pasado desde que su compañera les había
dejado? Las dos rehenes estaban atadas en sillas colocadas una en
frente de la otra, de manera que los brazos encajaban en los
reposabrazos y las piernas, en las patas delanteras. No había ni
rastro de Ella.
¿Cuándo había limpiado? ¿Dónde están los restos de sangre?
Habían sido el público de una horrible obra que no olvidarían
jamás, y este jamás cada vez se les adivinaba más cerca. Seguían
mirándose con los ojos como platos, rojos de cansancio y horror,
secos de haber llorado durante horas y ansiosos de ver a Ella,
o su próximo paso. Al cabo de unas horas, que bien podrían haber
sido días, hizo su entrada la directora del teatrillo. De blanco,
descalza y con el pelo ligeramente alborotado, entró desperazándose
a la cocina. Fue directa al armario de los cereales, sin siquiera
prestar atención a sus dos invitadas. Se tomó su tiempo para
prepararse un buen desayuno, consistente en un bol de cereales, pero
no leche; un zumo de naranja; dos o tres bollos, y algo de jamón
york, y con la bandeja en la mano se sentó presidiendo la mesa en la
silla que quedaba justo en frente de aquélla en la que había estado
la fallecida. Siguió sin hacerles caso, hasta que se hubo terminado
prácticamente todo su desayuno y jugueteando con el dedo dentro del
bol de cereales, levantó la vista y las pilló mirándola.
–¿Queréis algo?
–Preguntó con una sonrisa burlona a unas rehenes cuyo hambre
habían olvidado hacía horas.
No se dijo ni una
palabra más. Ella
se levantó y fregó la cubertería utilizada. Incluso se escucharon
salir de su boca algunas notas de una cancioncilla comercial que
había escuchado en quién sabe donde. Las rehenes no se atrevían a
perturbar aquella calma que reinaba en todo el lugar, por lo que sólo
hacían acto de presencia cuando Ella
se dirigía a alguna de las dos. Y ésto no tardó en ocurrir. Se
sentó en la silla en la que había desayunado y se quedó unos
largos segundos observando a la chiquilla de su izquierda. Ésta no
podía dejar de mirarla a los ojos, como si Ella
controlara todo su cuerpo. En un momento dado, la rehén volvió en
sí y la vio sentada sobre una pierna justo a su lado, lo cual la
hizo sobresaltarse.
–No tienes por qué
tenerme miedo... –Dijo Ella
mirándola fijamente a los ojos para observar su reacción y cuando
ésta se tranquilizó ligeramente, añadió-: Aún.
Su respiración se
aceleraba casi al ritmo de las carcajadas que Ella
soltaba con total naturalidad. Le puso la mano en la cabeza, de
manera que la rehén restó inmóvil, y le sonrió con una dulzura
totalmente fuera de lugar.
–Voy a quitarte la
venda de la boca, y como se te ocurra decir algo te volveré a poner
el bozal, perra –dijo sin inmutarse siquiera–. ¿Entendido?
No obtuvo respuesta.
–¿Entendido? –Dijo
más en tono de afirmación que de pregunta y colocando su cuerpo en
una posición similar a la de las fieras que acechan a sus presas.
La rehén asintió y
le dio la impresión de que Ella había destensado la mandíbula.
Ésta volvió a reposar la espalda en el respaldo de la silla y
sonrió a la vez que le descubría los labios y dejaba la tela a su
derecha.
–Bien. Tengo planes
para ti. No me mires así, verás que no son tanto como tú te crees
–dijo al momento de desaparecer escaleras arriba.
Cuando volvió,
llevaba un libro bastante grueso entre las manos y se acercaba a la
rehén con una sonrisa que le ocupaba casi toda la cara, a la vez que
movía el pelo formando ondas en su espalda.
–Verás, ésto es un
diccionario. ¿Sabes lo que es? Yo creo que no, y por eso te lo
traigo. Vas a leer todas las palabras que aquí aparecen, ni más ni
menos, todas, sin excepciones, todas y cada una de ellas. ¿Me
sigues?
–Sí –su voz quedó
cubierta por el sonido de la bofetada que Ella acababa de darle.
–¿Te he dicho que
hables?
Negó con la cabeza.
–Pues no hables. Da
gracias que te dejo respirar, porque si crees que puedes hacer algo
sin mi permiso, estás muy equivocada. Y si tú te equivocas, yo me
enfado. ¿Quieres que me enfade?
Negó con la cabeza
mucho más rápido.
–Buena chica. Voy a
buscarte un vaso de agua, porque no quiero que ese piquito de oro se
quede seco –se levantó y volvió al cabo de pocos segundos con un
vaso entre las manos–. Te lo dejo aquí. ¿Eres diestra?
La chiquilla asintió.
–Pues te voy a
desatar el brazo derecho. Únicamente podrás moverlo para pasar las
páginas y para coger el vaso de agua, ¿entendido?
Asintió.
–Bien, pues no te
hagas más de rogar, empieza.
La rehén empezó a
leer todas y cada una de las palabras que encontraba en las páginas
del diccionario, mientras Ella,
apoyada en la mesa, no dejaba de mirarla. Era algo perturbador, pero
la chiquilla intentaba concentrarse en leer y olvidarse de su mirada.
Los ojos empezaron a fallarle debido al cansancio que ahora se le
hacía más que evidente, y fue cuando iba por la página 13 cuando
sintió que se quedaba dormida. Hacía esfuerzos sobrehumanos para
mantenerse despierta, y aguantó hasta la página 17, cuando de
pronto el sueño volvió a amenazar. Decidió beber un poco de agua,
y mientras alargaba el brazo, notaba como sus músculos eran víctimas
de la inactividad. Con una mueca de malestar en la boca, la rehén
cogió el vaso bajo la atenta mirada de Ella,
y cuando se lo llevó a la boca intuyó un brillo extraño en sus
ojos. No aguantó más de dos tragos sin desgarrarse la garganta con
unos gritos descorazonadores, que trajeron de vuelta de un ligero
sueño a su compañera. Intentó articular alguna palabras, pero su
lengua ya estaba abrasada cuando dio su segundo trago. Ella
la observaba manteniendo la misma postura mientras la rehén, atada
prácticamente en su totalidad, se revolvía en la silla entre gritos
y llantos. Le recordó a un pez fuera del agua. Un pez que nadaba en
un ácido tan potente que en menos de un segundo le habría arrancado
todas las escamas. Tal y como había pasado con la piel de la
garganta de la rehén. Entre estos pensamientos, Ella escuchó el
golpe seco de un cuerpo inerte contra un suelo demasiado duro. Se
molestó por haberse perdido el espectáculo y miró el reloj,
¿cuánto
ha durado?,
pensó. Resopló, se puso en pie levantando los brazos en un gesto de
cansancio y se arrodilló al lado de la cara del cadáver.
–Perdona, ¿qué
dices? –Acercó en un acto teatral la oreja a la rehén.
Silencio.
–¿Cómo? –Dijo en
una voz más aguda y acercando más la oreja.
Silencio.
–Me parece que ahora
sí que se ha “chapado” la boca la guarra, ¿eh?
viernes, 8 de mayo de 2015
Las niñas quieren muñecas
Bravo gritó la niña cuando el telón
cayó sobre el gran escenario. Había sido una gran actuación. Tenía
los ojitos brillantes por la emoción. Linda había hecho un gran trabajo, estaba orgullosa de
su niñera. La pequeña acabó de aplaudir y se dirigió a la cama a
la vez que la titiritera salía de su escondite detrás del telón.
—¡Linda,
Linda! ¿Luego podrás hacerlo otra vez? Por favor... —Remoloneó
la niña mientras dejaba que la mujer la arropara.
—Ya
veremos... Tienes que dormir y yo tengo más cosas que hacer, pequeña
—acarició la rubia cabellera de la niña y le guiñó un ojo con
complicidad.
Las
dos compartieron la misma siniestra sonrisa que venían dibujando
desde días atrás y se dispusieron a hacer lo que tocaba: dormir por
parte de la pequeña y recoger por parte de la titiritera. Ésta,
ataviada con un viejo vestido que le daba un aire teatral de criada
de los años 50, descorrió el gran telón rojo vino para entrar al
escenario. Encendió una vieja bombilla que colgaba de lo
alto del techo, lo cuál dio un aire fúnebre al rostro de las
marionetas. Éstas estaban colgadas de unos hilos tan largos que se perdían de vista. Con paso firme y
pesado, Linda hizo resonar sus tacones en el gran teatro que era la
habitación contigua a la de la pequeña, y alcanzó la polea que
bajaría a los también grandes títeres. Una vez en el suelo, éstos,
sin poder mantenerse en pie, esperaban tirados en el suelo a que la
directora de la obra los cogiera y los tumbara en condiciones.
Linda comenzó cargando al más nuevo y más menudo de la colección:
una preciosa adolescente de cabello naranja y ojos verdes, era como
una explosión de naturaleza y juventud que a la titiritera le atrajo
en cuanto la vio. Le desató las cuerdas anudadas en las extremidades y la cargó al hombro, como si fuese un saco, para
llevarla al camerino de las marionetas. Una vez allí, la tumbó en
el camastro, que personalmente había comprado para que sus actrices
estuvieran lo más cómodas posibles, y le quitó la ropa que ya empezaba a oler a polvo. Buscó su brazo derecho y la conectó
intravenosamente a la bolsa hospitalaria de suero. Hizo lo mismo con
la vía ya abierta de su brazo izquierdo, pero esta vez la conectó a
su dosis diaria de etorfina. La morfina había valido por un tiempo,
pero no era suficiente para enmascarar el dolor que las pobres
marionetas sentían, y Linda no era ningún monstruo sin corazón,
no. Ella se preocupaba por el bienestar de sus muñecas, eran parte
de su gran obra, no podía dejarlas sufrir como si fuesen animales.
—Cariño,
he notado que te falta flexibilidad a lo hora de bailar —le decía
acariciándole el hombro derecho—. Pero Linda te arreglará.
Los
ojos de la pelirroja se movían de lado a lado mientras su
respiración se hizo más fuerte y sonora. Los labios le temblaban
mientras formaban una fija y bellísima sonrisa. Su cerebro intentó
mover los brazos, pero los pobres huesos hechos añicos no se lo
permitieron. También quiso levantar la voz, que saliera algún ruido
de su garganta, pero fue en vano. Notaba cómo se adormecía, cómo
su mente flotaba libre, cómo su cuerpo pesaba más y más y más...
Cuando Linda apareció, la chica ya estaba profundamente dormida. Le
sonrió, qué bella eres,
murmuró mientras con los dos brazos levantaba la pesada maza y la
dejaba caer sobre ese hombro
que le impedía bailar como una auténtica marioneta. El sonido fue
estridente, pero no pareció perturbar la calma de la casa.
Comprobó que sus dientes seguían bien pegados y le limpió el
maquillaje de la cara porque el sudor lo había estropeado. Tengo que ajustar los focos,
pensó, no podía tolerar que sus preciosas marionetas sudaran como
sucias pordioseras. La volvió a maquillar, le apretó las trenzas para que quedaran
perfectas y la volvió a embutir en un vestido demasiado estrecho
para ella. Dio unos pasos atrás, la miró y sonrió satisfecha.
Probó el brazo de la pelirroja y advirtió que era posible girarlo
360º tal y cómo ella quería. Desencajó la camilla, le sacó las
ruedas y se llevó a la bella durmiente al escenario. La tumbó con
todo el cuidado que pudo en el suelo y le ató las ligaduras que la
harían danzar como el viento. Era el turno de la mujer rubia, con
los mismos ojos que la primera, que estaba doblada en una posición
imposible para alguien con huesos. Pesaba un poco más, así que la llevaría subida a la
camilla. Era su segunda marioneta, llevaría unos dos años actuando
para ella, aunque Linda no se acordaba bien. La llevó donde
minutos antes había estado la pelirroja y procedió a conectarla a
las sustancias pertinentes. Sois igualitas murmuró mientras le desabrochaba los botones de la blusa. Le
desmaquilló la cara y los brazos con la misma toallita que había
utilizado antes. Al retirar el maquillaje, se advirtieron las dos
grandes cicatrices en ambos brazos por las que habían salido tiempo
atrás los húmeros de la mujer y los más modestos y
recientes cortes que adornaban sus antebrazos. Limpió con alcohol
estos últimos y los volvió a cubrir de maquillaje. Mientras
esperaba el tiempo preciso para que la rubia se durmiera, Linda se
dedicó a planchar la ropa de la actriz, que le puso con
sumo cuidado antes de volver a atarla en su puesto.
—Parece
que eres el siguiente —dijo fríamente y con total certeza de que
éste la oía perfectamente.
Cogió
al hombre, con características semejantes a las primeras dos
mujeres, del pelo y del brazo izquierdo y lo llevó arrastrando al
camerino, mientras empujaba como podía la camilla para volver a
dejarla en su lugar. No le importaba hacerle daño, es más, ojalá
se lo hiciera. A él hacía tiempo que dejó de suministrarle
sedantes. Al principio sí, por supuesto, ¿cómo si no una mujer
menuda como ella iba a controlar a un hombre robusto como él? Una vez le rompió los huesos, ya no hubo necesidad de utilizar ningún químico para mantenerlo inmóvil. Acomodó la camilla en su engranaje y limpió la
cara del hombre, que se volvió a llenar de lágrimas y mucosidad
casi al instante.
—¡Basta
de llorar! Cabronazo sensiblero... —El guantazo resonó en el tétrico
camerino.
—N-n-n...
G-g-h... —Fue lo único que sonó detrás de la sonrisa causada por
el clavo que le atravesaba la mandíbula.
—¿Qué
dices? No sabes ni hablar —dijo sin poder ocultar la risa que esparció
por todos los rincones de la casa—. Si quieres llorar, yo te daré
motivos para hacerlo.
Atrapó
la maza que estaba apoyada donde la había dejado antes y apuntó,
sin pensárselo dos veces, al costado derecho del tronco. Crashhhh se
oyó casi tan fuerte como el desgarro de dolor que salió de la
garganta del hombre. El muslo izquierdo, las manos, los tobillos.
Cansada y sudando, Linda dejó la maza en el suelo y se acomodó un mechón de pelo. Mientras
recuperaba el aliento, doblada y con las manos en las lumbares, se
fijó en el reloj colgado en la pared y ahogó un grito.
—¡Qué
tarde es!
Subió
al hombre a la camilla y le acomodó la ropa para borrar cualquier
rastro de arruga. Corrió por el pasillo arrastrando la camilla y
sonrió al pensar que parecía una doctora tratando de estabilizar a
su paciente. Apretó las ataduras del hombre hasta que este se quejó.
Sentó a sus marionetas formando una familia perfecta y se deshizo
del nudo que aguantaba el fondo en el que aparecía la gran casa en
un día soleado de verano. Dio un último vistazo a la imagen tan
conmovedora que tenía enfrente y se secó una lágrima que cayó
inevitablemente por su mejilla. Se asomó al auditorio, donde
localizó a la cuarta integrante de tan bella familia sentada en la
primera fila, y una idea le cruzó la mente tan rápido que pasó del
terror a la ilusión en menos de dos segundos.
—Cielo,
no podemos empezar, me falta una actriz... ¿Me ayudas a buscarla?
—Dijo Linda con la voz más dulce que pudo fingir mientras brindaba
una mano a la pequeña para que subiera al escenario con ella.
La
niña, inocente y risueña, aceptó de buen grado. Qué pura y virginal pensó
a la vez que la guiaba a oscuras al camerino de las marionetas. La
pequeña la seguía obediente con los bracitos cruzados a su espalda,
cosa que enterneció a la titiritera.
—Siéntate
en la camilla, cielo. Así. Voy a buscar por aquí —dijo señalando
al lado opuesto de los ojos de la pequeña.
Sonrió, sin perder
de vista a la pequeña, que jugaba columpiando sus piernecitas. Se
agachó a coger la maza, manchada de sangre, dándole
la espalda a la camilla. Apenas vio una sombrita moverse tras de sí
y notó un largo escalofrío que bajó por su columna vertebral. La
pequeña intentó clavar un poco más la hoja del cuchillo en el
frágil cuerpo de Linda, que se giró sorprendida. Antes de que las
piernas le fallasen y se asfixiara con su propia sangre vio,
borrosamente, aquella sonrisa inocente que contrastaba con una mirada
demasiado fría para pertenecer a una niña tan pequeña.
—Parece
que ya hemos encontrado a tu actriz, ¿no?
domingo, 5 de abril de 2015
No me retes
Nada más abrir los ojos, notó cómo la cabeza le daba vueltas. ¿Dónde estaba? ¿Qué hora era? ¿Qué día? ¿Quién...? Intentó tocarse el bulto de su frente que parecía el epicentro del dolor, pero las manos no podían, estaban atadas a su espalda. Las piernas, a las patas de la silla de madera que estaba frente a su conjuntada mesa. Notó que su torso estaba prácticamente enganchado a todo el respaldo, cosa que limitada mucho su movimiento. Por suerte, o por desgracia, la cabeza no estaba sujeta a nada, con lo cual podía moverla hacia los lados. La saliva empapaba la tela que amordazaba su boca a la vez que los pulmones trabajaban. Cuando hubo recuperado la calma, observó el plato blanco resplandeciente que había frente a ella. Pero no cubiertos. Sólo un plato que brillaba tanto que le obligaba a entrecerrar los ojos. De pronto, la falta de algún cubierto se hizo preocupante. Intentó mirar más allá de la mesa, pero no vio nada. Cuando agachó la vista para escapar de la luz blanca de la porcelana, se percató de la gran servilleta colgada a su cuello. ¿Qué he comido?, se dijo. Pero instantáneamente pensó que eso no era lo importante, sino qué iba a comer. Mientras intentaba hacer memoria, empezó a escuchar unos tacones muy familiares que bajaban una escalera interminable. Notó cómo su corazón bombardeaba salvajemente e intentó recuperar la serenidad, pero su cuerpo latía al ritmo de los tacones. El ruido se acercaba, cada vez más hasta que se detuvo en seco. Y no hubo más ruido. Nada. Ni siquiera escuchó el golpe que alguien le asestó en la cabeza, hasta que volvió en sí. El dolor se mezclaba con un ruido infernal dentro de su sien. Pero todo parecía en calma. Parpadeó tanto que llegó a marearse unos minutos, en los que vio sus manos atadas en los reposabrazos. ¿Cuándo...? pensó, pero su cabeza ya respondía a esa pregunta haciéndole sentir ese malestar. Su mirada se paró bruscamente cuando observó que había dos sillas más a sus lados, de forma que ella presidía la mesa. Fijó la vista hasta que los rostros inconscientes de sus dos amigas se hicieron menos borrosos. Las llamó, con un grito ronco de su garganta, pero no respondieron. En cambio, de detrás suyo surgió una voz femenina.
—¿Qué pasa? ¿No quieren hablar contigo?
No lograba ver la fuente de esa burla, pero notó un perfume conocido pasando por al lado suyo. Era Ella. Estaba en pijama corto, con una coleta baja y descalza. Se le veía tan cómoda que aterraba su simple presencia. Vio restos de maquillaje alrededor de sus ojos, lo cual hacía que el azul fuese más penetrante. En cuanto vio a Ella, supo qué hacía ahí. Vio cómo se sentaba justo enfrente con las piernas cruzadas y dejaba un bol con cereales, pero sin leche, en la mesa.
—Sé que tienes hambre, pero tu comida aún no está lista. Pero no te preocupes: comer, comerás —dijo mientras picoteaba de su impoluto bol.
Lo único que salió de su boca fueron sonidos inteligibles debido a la gran tela que la amordazaba, pero Ella no tardó en desatársela y dejarla a un lado del plato.
—Verás, quiero que sepas y que te quede claro que esto es completamente personal. Podría darte un discurso sobre el porqué, pero lo intuirás cuando hayamos acabado. Bueno, cuando acabes tú de comer. ¿Recuerdas lo que me gritaste aquel día desde el telefonillo?
—No, yo...
—Bien, pues hoy te tragarás dos cosas...
Dejó la frase en el aire, se levantó y le dio la espalda mientras buscaba algo en la nevera. Se agachó, cogió una especie de fuente blanca y enorme y se acercó. Ella se sentó en la esquina de la mesa, a la izquierda de su rehén.
—En primer lugar, quiero que te tragues tus palabras. Por eso me pedirás perdón. Y, en segundo lugar, te tragarás lo que traigo aquí. Pero primero la disculpa. Venga.
—Perdóname, no sabía lo que hacía, fue un pronto, estaba agitada y... —cerró la boca en cuanto Ella se llevó el dedo a los labios en señal de silencio.
Acto seguido, sonrió y dejó la fuente sobre la mesa. Dio unos saltitos hasta llegar otra vez a la encimera y de un cajón, con un movimiento rápido y ágil, sacó una cuchara igual de brillante que todo lo que le rodeaba. Volvió a su lado y cogió el cucharón que estaba dentro de la fuente para servirle una ración de su contenido. Ella dejó caer en el blanco plato una especie de gelatina roja mezclada con unas bolas rosadas y arrugadas, que le hicieron pensar en pasas gigantes. No tenía una pinta especialmente buena, pero le recordó a fruta bañada en su jugo. Se preguntó qué era, pero no se atrevió a hablar, sólo fue capaz de abrir la boca cuando Ella le acercó la cuchara llena. Estaba agrio y blando, como comer carne cruda. Pero siguió tragando. Cuando terminó el primer plato, Ella le sirvió más, pero la rehén se negó con la cabeza.
—¿No quieres más?
—N-no.
—Perfecto, porque no consiste en que quieras. ¿Recuerdas qué dijiste?
—N-no muy bien.
—¿Te dice algo la palabra "ovarios"? —ante el cambio que experimentó su cara al oírla, Ella intuyó que sí y siguió— ¿Están buenos? Les puedo poner sal, pero eso no mejorará su aspecto.
Sus ojos saltaron de Ella al plato, cada vez más rápido, un escalofrío le recorrió todo el cuerpo y las arcadas ya amenazaban desde la boca del estómago. Cuando fijó su mirada en la blanca sonrisa de Ella, su vómito se detuvo y le dejó el sabor de la sangre en el paladar. Notó cómo estuvo a punto de desmayarse, pero volvió a estar alerta cuando Ella se levantó y se acercó a la nevera. Abrió la puerta de par en par, dejando a la vista una treintena, aproximadamente, de fuentes transparentes llenas a rebosar de esa gelatina. Se acercó a los armarios del mueble de la cocina, se giró y luciendo una gran sonrisa dejó entrever otros tantos litros de sangre con alguna que otra rosada bola. Cuando notó que el vómito volvía a subir por su garganta, vio a Ella, toda vestida de blanco, delante de la blanca cocina, con una luz casi celestial; vio cómo abría los brazos hacia ella y esperó que unas alas angélicales le salieran de la espalda. En lugar de alas, lo único que salió de Ella fueron palabras.
—Me gritaste que si tenía ovarios. Y tanto que los tengo. Y muchos.
martes, 6 de enero de 2015
Prevención mortal
Los
dos hombres entraron por la puerta casi al mismo tiempo, lo que
provocó una mirada acusatoria por parte del que vestía de punta en
blanco. El otro bajó la mirada a las cadenas que unían sus muñecas
y sus tobillos, rezando por no enfadar al Señor. Por suerte, o por
desgracia, éste se sentó en su taburete sin que saliera una sola
palabra de su boca. Y así estuvo durante interminables segundos, o
incluso minutos.
—¿No
hay forma de llegar a un acuerdo o a un pac...? —Empezó a decir el
reo.
—Túmbate.
—Pe-pero...
—¿Tengo
que repetírtelo? —Esta vez giró el taburete para quedar
justamente enfrente del otro.
No.
No tuvo que repetirlo. El hombre se sentó a duras penas en la
camilla, apoyó la espalda en el respaldo y con ayuda de las cadenas
subió las piernas, quedando estirado de cintura para abajo. Y ahí
se quedó lo que le pareció una eternidad. Mientras, el Señor
buscaba el nombre del reo en la base de datos del centro para poder
apuntarlo en su gran libreta, que ya iba por la página 251, dejando
constancia de su trabajo. Escuchó al reo murmurar algo y le pareció
que rezaba, pero tampoco le dio mucha importancia. No la merecía.
Siguió a lo suyo. Cerró la libreta y apoyó la pluma en el centro
de ésta. Abrió el primer cajón de su escritorio y la guardó.
Atrajo a si las probetas que estaban encima de la mesa: la
que contenía un líquido parecido al suero y la que contenía otro
ligeramente amarillento.
—¿Por
qué hace esto? —Dijo
el reo nada más ver cómo el Señor
miraba aquellos líquidos.
—Es
mi trabajo —contestó
con
una tono tan neutral como aterrador.
—Es
una monstruosidad, ¡esto no solucionará nada!
—Verás...
—Se
levantó apoyándose en sus rodillas, no sin un suspiro de
impaciencia, y se dispuso a relatar por enésima vez el mismo
discurso que venía recitando desde hace años—
Esto
no es cuestión de moral ni es nada personal, simplemente debo
hacerlo. No te dolerá ni te enterarás de nada, ya verás.
Simplemente es una cuestión de prevención de la delincuencia y de
reducir la reincidencia.
—¡Pero
no me da la elección de rectificar!
—Estoy
hablando, no vuelvas a interrumpirme —seguía
aquel tono tan neutral que no denotaba que aquel hombre fuese
humano—.
Como
te iba diciendo antes de tu insolente intervención, mi trabajo
consiste en crear una sociedad con una tasa de delincuencia lo menor
posible. ¿Por qué voy a perder el tiempo y el dinero en personas
que tienen una mínima posibilidad de reincidir? ¿Por qué no acabar
con el problema de raíz? Mi problema eres tú. Así que debo acabar
contigo, y con los que son como tú. Es sencillo, a vosotros, los
criminales, se os ha intentado conceder el beneficio de la duda, cosa
que veo muy ingenua e inocente por parte de mis colegas criminólogos,
y yo estoy intentando sanar el tremendo error que cometieron. Puedes
considerarme como algo parecido a un Dios: estoy creando la sociedad
que yo quiero. Y en ésta tú no estás.
No
esperó respuesta de su interlocutor y se giró a la mesa para coger
la placa de Petri que contenía el cloruro de potasio. Bien, ya tenía
los tres componentes principales para la inyección letal que iba a
suministrar en breve.
—¡Pero
eso no es justo! ¡No es justo! ¡No es justo...! —Lloriqueaba
como si fuese un niño pequeño al que no querían
comprar el juguete que deseaba.
—Basta
ya, tengo que explicarte cómo va a proceder. Este tubito de aquí
contien...
—¡No!
¡No es justo! ¡Ayuda! ¡Socorro! —Gritó
antes de la bofetada que el Señor
le propinó.
—¡Que
te calles! —La
primera vez que el reo veía un mínimo de humanidad, de debilidad,
en sus ojos—
¿Quién te crees que eres? ¿Crees que por mucho que grites y llores
alguien va a venir en tu ayuda? Te estoy concediendo demasiado
tiempo.
—Pero
¿no ves que esta no es la solución? Pe-pero ¿no ves que... —paró
para sorber por la nariz—
… no
ves que cometí un error? ¡Lo siento! ¿Lo siento, vale?
—Sentirlo
no basta, haberlo pensado antes de delinquir. Haberlo evitado antes
de cometer ese “error” del que hablas.
—¡Soy
humano! ¡Los humanos cometemos errores! ¿N-no ves que esta no es la
solución? —Sus
lágrimas llenaban su cara e intentaba patéticamente limpiarse con
las manos flexionando a su vez las rodillas—
¿Vas
a matar a todo el mundo por equivocarse? ¡Estás loco! ¿Me oyes?
¡¡¡Loco!!! ¡Esta no es la solución! ¡Esta no...!
Pero
el Señor
ya no le escuchaba. Matar
a todo el mundo
pensó. Su bombilla se encendió, claro,
una prevención total, ¿qué causa la delincuencia? Las personas.
Sin personas, no hay delincuencia
meditaba con los ojos tan abiertos que parecía que se le iban a
salir de sus órbitas. El reo seguía clamando piedad e insultándole
a partes iguales. Pero la mente del Señor
ya no estaba ahí.
—Esto
es tiopental sódico, que te hará perder el conocimiento; esto es
bromuro de pancuronio, que te paralizará el diafragma dificultando
la respiración, y por último, el cloruro de potasio, que te parará
el corazón. ¿Entiendes? —Dijo
rápida
y
mecánicamente, sin hacer caso a lo que pasaba a su alrededor.
No
esperó ninguna respuesta por parte del otro y procedió a la
inyección de estas substancias. Ni
siquiera pensaba lo que estaba haciendo, lo había hecho tantas veces
antes que ya era algo automático, tenía la cabeza puesta en una
sola idea: masacre. Una vez había vaciado las jeringuillas, volvió
en sí y observó cómo el preso empezaba a convulsionar en la
camilla. Los ojos se le hincharon y se retorcía como un pez recién
salido del agua. Cogió su bata y empezó a zarandear al Señor, pero
no por mucho tiempo, le quedaban apenas unos segundos. En voz baja el
reo dijo:
—Estás
loc-c-c...
—Gracias
—sonrió
y le cerró los ojos.
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