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martes, 20 de febrero de 2024

Necesitaba espacio

Te quiero
como
no me ha querido
nadie.

Sin razón, sin sentido, sin límites.

Sin esfuerzo, sin recompensa, sin castigo.
Con naturalidad, con fluidez, con vehemencia.

Sin descanso.
Con sueños.

Te quiero
como
no me ha querido
nadie.

Con mi cuerpo, con todas y cada una de mis células.

Con exageración, con cátedra, con sentencia.
Sin más, sin menos, sin igual.

Conmigo.
Sin ti.

Te quiero
como
no me ha querido
nadie. 

Como puedo, como creo, como me merecía.

A ti, a mí, a quien haga falta.
Sangrando, gritando, respirándote.

Te quiero
como

nadie.

Mi niña sin familia


Cuando la conocí, no sería más grande que un guisante. Estaba despeinada, sin zapatos y llevaba un vestido demasiado grande. Intenté tocarla con la yema de mi dedo, pero se asustó y se tapó la cara. No se apartó ni se escondió. Asumió lo que fuera que fuese a hacerle, simplemente no se atrevió a mirar, como si el dolor no pudiera alcanzarla cuando cerraba los ojos con fuerza. Quizás tenía un sitio al que ir mientras su cuerpo seguía aquí. No la toqué, retiré lentamente el dedo, sin sobresaltos. Le ofrecí la mano, apoyada en el suelo y boca arriba. Al principio la miró, recelosa, moviéndose de lado a lado, negando con la cabeza y haciendo ademanes de acercarse, pero retrocediendo inmediatamente. No quise forzar una respuesta ni hacerle sentir sin el poder de decidir, así que me quedé muy quieta. Mi mano empezó a acalambrarse, cuando noté su tacto. Primero apoyó sus manitas, para ver si era estable y, una vez segura de que no se caería, subió. Escaló mi brazo sin mucho esfuerzo, llegó a mi hombro y me apartó el pelo, recogiéndolo detrás de la oreja. Se puso de puntillas y yo incliné un poquito la cabeza, lo suficiente para que ella se agarrara.

—No tengo familia —susurró.

Esas palabras resonaron en todo mi cuerpo y cerré los ojos para que no se escaparan. Me explicó que tenía un padre y una madre, hermanos y hermanas, tíos y tías, primos y primas… Tuvo abuelos y abuelas en algún momento, recordaba. Si tenía familia, pero no la tenía a la vez. Ella no era hija, no era hermana, ni sobrina, ni prima, ni siquiera nieta. Nadie le reclamaba serlo, a nadie le importaba si lo era o no. No había una mesa a la que poder sentarse, ni un abrazo en el que encajara, ni besos que la esperaran. Tampoco tenía un hogar al que regresar, ni nadie que le preparara su comida preferida, porque ni tan sólo sabría cuál era. Había silencio, roto a veces por conversaciones superficiales. Quería formar parte de algo, de perderse en lo colectivo y de tener cosas preestablecidas, como cumpleaños, navidades, vacaciones… Quería no necesitar ganarse el amor de nadie, sino que la quisieran por defecto, aunque fuese un poco. Que a alguien le apeteciera pasar tiempo con ella de vez en cuando, saber de sus intereses y que la tuviesen en cuenta sin pedirlo explícitamente. Que simplemente la dejaran entrar. Me explicó todo esto, pero no con palabras. Cuando me di cuenta, ya no era minúscula, sino que la tenía cogida en brazos, con su cabeza apoyada en mi hombro. La apreté contra mí, notando mi cara mojada y volvió a susurrarme.

—¿Nos duele menos siendo adultas?

Sentirme


Cómo te digo que sin una ventana abierta, me ahogo. Que sólo quiero que alguien me lleve en coche y me arrope al llegar a casa. Que el nudo de los cordones no esté duro. Que las sábanas huelan bien y estén fresquitas. Que los perros se me acerquen.

Ver una gaviota perdida en el centro.

Mojarme la cara y enterrarla en la toalla.

Crujirme un dedo.

Quitarme el sujetador.

Recogerme el pelo.

Mirarme en el espejo.

Reírme fuerte.

Contarme lunares.

Morderme los labios.

Notarme el pulso.

Sentirme menos sola.


Sentirme.

Aire


"Si sigues así, petarás", entonces, no sigues así, porque no quieres petar. Te han hecho creer que es lo peor que puede pasarte, que debes evitarlo a toda costa, que no hay un después. Pero te hinchas, te hinchan, y tienes que poner todo tu esfuerzo en que no se note, en que no te afecte, porque un globo demasiado inflado no es bonito. Y tú quieres, debes, ser un globo bonito, obviamente. Mantener el globo es lo más importante, tanto, que te acabas mimetizando con él y olvidas que tú nunca fuiste un globo. Que nadie lo es. Somos aire, eres aire, atrapado en un trozo de goma que no debe alterarse, al que te tienes que adaptar. Pero es que el globo no llegaría a donde está sin ti y te han hecho sentir que es al revés. Tu sitio quizás nunca fue en un globo y petarlo es tu única escapatoria, tu única oportunidad de ser el aire que querías ser. Sin embargo, te has convertido en el intruso, pequeño, asustado y con la fuerza necesaria para no convertirte en un suspiro. Quieres ser brisa y cuando te convences de petarlo todo, de dejar atrás ese recipiente que te contiene y te limita, el globo ya te ha engullido. Se reduce hasta asfixiarte, dejándote sin el espacio que creías garantizado, te pesa. No hay forma de expandirte, de levantarte y volver atrás. Acabas tirado, con un globo arrugado, sucio y desinflado alrededor. Y ya jamás podrás ser brisa, porque a penas eres aire. Petar, entonces, ya no te parece que fuese una mala idea, ahora que has entendido que no quieres estar aquí.

Te


Te veo en los álbumes descoloridos del fondo del armario.

Te recuerdo en las marcas de pintura de la pared.

Te escucho en una música pasada de moda que ya sólo suena en mí.

Te noto en el olor del café y el tabaco.

Te resiento en cada mensaje que me escribes.

Te odio por cada sonrisa tuya en tus fotografías como te quise por cada sonrisa tuya en nuestras fotografías.

Te ignoro cuando no puedo.

Te pienso cada vez que me rompen el corazón.

Te maldigo en mis pesadillas.

Te grito por cada lágrima que moja su cara.

Te siento en el hueco que dejaron tus cosas.

Y, aun así, no estás lo suficientemente lejos.

Pesadillas


He intentado alargar este momento lo máximo posible, pero los párpados me pesan y los ojos me pican. Estás ya dormido y me tumbo a tu lado intentando no hacer evidente mi presencia. Espero a que mi vista se adapte a la oscuridad y te miro, te perfilo. Me gustaría besarte, pero me conformo con reproducir en mi cerebro lo que siento cuando mis labios tocan tu piel, tu olor y tu suavidad. Satisfecha en gran parte, me giro y te doy la espalda. Abrazo la almohada y me dejo abrazar por la colcha, hundiéndome y casi escondiéndome debajo de ella. Aquí el miedo no me encontrará. Ahora viene lo complicado: apagar la máquina, descansar, cerrar por hoy. Escucho mis latidos y tu respiración. ¿Dónde está la mía? No soy capaz de recordar cómo se respira, cómo el aire suele entrar en mis pulmones. Abro la boca y aspiro con fuerza, tanta que me hace toser. Oigo cómo te mueves y gimoteas. Me quedo inmóvil, notando que el cuerpo me pide oxígeno de nuevo. Me concentro y me fuerzo a respirar, pero apenas siento que lo esté haciendo. Quiero avisarte, hablar, gritar… Y sólo puedo llevarme las manos a la garganta. Abro la boca, toso, vuelvo a abrir la boca, vuelvo a toser. Mis piernas tiemblan sin control, me cosquillean las manos y los pies. ¿Me estoy asfixiando? Siento la cara mojada y no sé si es por sudor o por lágrimas. Escucho mi voz, pero no la reconozco. Estoy respirando tan fuerte que me quema la garganta. Cuando intento coger aire, mi cuerpo lo expulsa con una convulsión. No sé cuánto más aguantaré así…

¡Berta! ¡Berta!

Sé que estabas a mi lado, pero ahora te oigo en la lejanía. ¿Dónde estás? ¿Dónde estoy?

¡Eh! ¡Berta, despierta! gritas mientras me zarandeas.

"Estoy despierta", pienso. De pronto, se ilumina la habitación y me doy cuenta de que tengo los ojos abiertos.

Ven, era una pesadilla… Ya está. Estás bien, estás a salvo. Tranquila, sssh…

Me abrazas y me apoyas en tu pecho. Parece que funciona y noto cómo mi cuerpo se deja estrechar. Me desplomo encima de ti y me acaricias el pelo mientras me meces ligeramente.

Ya está, era sólo una pesadilla susurras.



Pero no lo era.

Rojo


Rojo.
Me apoyo en el respaldo del asiento y te miro, casi mecánicamente, sin fijarme en nada concreto. Poco a poco, repaso tus brazos desde esas manos agarradas con fuerza al volante hasta la tensión que se aprecia en la camiseta a la altura de los bíceps. Sin poder evitarlo, visualizo cómo tus dedos se aferran a mis caderas y marcan el ritmo, incrustándose en mi piel. Los mismos dedos que buscan mi boca sin pedir permiso, pero a los que les abro el paso encantada. Sigo subiendo y mis ojos dan saltitos hasta tu cuello, que sólo puedo imaginarlo húmedo y maltratado por mis dientes. Tu nuca, en la que me sujeto desde abajo para aguantar todas las embestidas y desde la que me siento obligada a empezar un reguero con mis uñas. En este punto, no sé si seguir subiendo o apartar la mirada, porque no hay aire acondicionado que combata mi temperatura ahora mismo. Entonces, antes siquiera de poder decidirme y, mientras me esfuerzo en respirar con normalidad, veo que tu lengua acaricia tus labios. De repente, todo el oxígeno del coche desaparece y necesito aspirar grandes bocanadas de aire. Noto como mi piel se eriza y me recorre toda la espalda un escalofrío tras otro, a pesar del calor que no deja de aumentar en algún lugar entre mis piernas. Me transformo en naturaleza, mi cuerpo adopta el carácter del mar y de los ríos; de los volcanes; de los montes, coronados por sus picos; de los temblores sísmicos, y de las cascadas. Estoy húmeda, caliente, dura, temblorosa y mojada. Siento todo el recorrido de tu lengua en mí y florezco como una rosa, lista para que entierres tu cara y me absorbas. Más que preparada para gemir tu nombre, sea cual sea, a todos los cielos habidos y por haber.

Verde.
Un bocinazo me devuelve a la realidad y lo único que veo es mi propio aliento en la ventanilla y la matrícula trasera de tu coche. Meto primera, me reajusto la ropa y siento la urgencia de llegar a casa cuanto antes.