—No tengo familia —susurró.
Esas palabras resonaron en todo mi cuerpo y cerré los ojos para que no se escaparan. Me explicó que tenía un padre y una madre, hermanos y hermanas, tíos y tías, primos y primas… Tuvo abuelos y abuelas en algún momento, recordaba. Si tenía familia, pero no la tenía a la vez. Ella no era hija, no era hermana, ni sobrina, ni prima, ni siquiera nieta. Nadie le reclamaba serlo, a nadie le importaba si lo era o no. No había una mesa a la que poder sentarse, ni un abrazo en el que encajara, ni besos que la esperaran. Tampoco tenía un hogar al que regresar, ni nadie que le preparara su comida preferida, porque ni tan sólo sabría cuál era. Había silencio, roto a veces por conversaciones superficiales. Quería formar parte de algo, de perderse en lo colectivo y de tener cosas preestablecidas, como cumpleaños, navidades, vacaciones… Quería no necesitar ganarse el amor de nadie, sino que la quisieran por defecto, aunque fuese un poco. Que a alguien le apeteciera pasar tiempo con ella de vez en cuando, saber de sus intereses y que la tuviesen en cuenta sin pedirlo explícitamente. Que simplemente la dejaran entrar. Me explicó todo esto, pero no con palabras. Cuando me di cuenta, ya no era minúscula, sino que la tenía cogida en brazos, con su cabeza apoyada en mi hombro. La apreté contra mí, notando mi cara mojada y volvió a susurrarme.
—¿Nos duele menos siendo adultas?
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