Rojo.
Me apoyo en el respaldo del asiento y te miro, casi mecánicamente, sin fijarme en nada concreto. Poco a poco, repaso tus brazos desde esas manos agarradas con fuerza al volante hasta la tensión que se aprecia en la camiseta a la altura de los bíceps. Sin poder evitarlo, visualizo cómo tus dedos se aferran a mis caderas y marcan el ritmo, incrustándose en mi piel. Los mismos dedos que buscan mi boca sin pedir permiso, pero a los que les abro el paso encantada. Sigo subiendo y mis ojos dan saltitos hasta tu cuello, que sólo puedo imaginarlo húmedo y maltratado por mis dientes. Tu nuca, en la que me sujeto desde abajo para aguantar todas las embestidas y desde la que me siento obligada a empezar un reguero con mis uñas. En este punto, no sé si seguir subiendo o apartar la mirada, porque no hay aire acondicionado que combata mi temperatura ahora mismo. Entonces, antes siquiera de poder decidirme y, mientras me esfuerzo en respirar con normalidad, veo que tu lengua acaricia tus labios. De repente, todo el oxígeno del coche desaparece y necesito aspirar grandes bocanadas de aire. Noto como mi piel se eriza y me recorre toda la espalda un escalofrío tras otro, a pesar del calor que no deja de aumentar en algún lugar entre mis piernas. Me transformo en naturaleza, mi cuerpo adopta el carácter del mar y de los ríos; de los volcanes; de los montes, coronados por sus picos; de los temblores sísmicos, y de las cascadas. Estoy húmeda, caliente, dura, temblorosa y mojada. Siento todo el recorrido de tu lengua en mí y florezco como una rosa, lista para que entierres tu cara y me absorbas. Más que preparada para gemir tu nombre, sea cual sea, a todos los cielos habidos y por haber.
Verde.
Un bocinazo me devuelve a la realidad y lo único que veo es mi propio aliento en la ventanilla y la matrícula trasera de tu coche. Meto primera, me reajusto la ropa y siento la urgencia de llegar a casa cuanto antes.
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